Algunos de ellos fueron publicados el año pasado en
Protestante Digital(1). En 1998
Alétheia (nº 13, págs. 13-32) publicó un nuevo artículo del físico evangélico Daniel Casado, comentando los artículos previos y aportando reflexiones propias, y cuyas dos primeras partes se publicaron en la entregas anteriores de “Tubo de ensayo”.
Ofrecemos, a continuación, la tercera parte del texto de ese artículo.
LA BIBLIA NO ES UN LIBRO DE CIENCIA
La pluralidad de posturas que los artículos comentados revelan es consecuencia de la dificultad intrínseca del problema de los orígenes, pero también, con frecuencia, derivado del desconocimiento de la epistemología científica y del propósito y naturaleza de la Palabra de Dios(2).
Una consecuencia fundamental, para el tema que nos ocupa, derivada del progreso en el conocimiento científico y del desarrollo de la epistemología científica es la convicción de que el mensaje revelado no contiene información o significados relevantes para la investigación experimental.
Insistir, como se hace actualmente en algunos círculos evangélicos (creacionistas-literalistas con su desarrollo del creacionismo científico y, en menor medida, concordistas), en la relevancia del texto bíblico para la investigación y desarrollo del conocimiento científico significa caer nuevamente en los graves errores que han marcado el debate Ciencia-Biblia desde sus orígenes, a finales del siglo XVI y principios del XVII.
Hasta entonces, el razonamiento deductivo había primado sobre cualquier otra forma de conocimiento. Las explicaciones se daban, en general, en términos de causalidad (por ejemplo, los cuerpos caen porque esa es su tendencia o estado natural). Partiendo de axiomas y mediante un proceso deductivo se llegaba a la “verdad” en cualquier área del conocimiento humano. Así, por ejemplo, de la existencia de Dios y de la realidad de su revelación debía deducirse la validez normativa de la Biblia en cualquier campo del conocimiento. La razón humana y la revelación se configuraban como las únicas vías de acceso al conocimiento.
Sin embargo, el desarrollo de la entonces nueva “filosofía natural” (ciencia empírica) y su método experimental y su probada capacidad para establecer las leyes del movimiento y ofrecer una nueva cosmovisión que se ajustaba mejor a la posición de los astros registrada por los astrónomos a lo largo de los años, supusieron su triunfo sobre el método deductivo a la hora de acercarse al conocimiento del mundo material.
El proceso a Galileo por parte del tribunal de la Inquisición (año 1633) no fue meramente un conflicto entre el libre pensamiento y el fanatismo, o entre ciencia y religión, sino entre el método experimental y el axiomático deductivo como formas de pensamiento para alcanzar el conocimiento de nuestro entorno material. Los términos en los que se expresa la sentencia son bien claros a este respecto: “...y declaramos que tú, Galileo, ... te has hecho a ti mismo vehementemente sospechoso de herejía ante este Santo Oficio al haber creído y mantenido la doctrina (que es falsa y contraria a las Sagradas y Divinas Escrituras) deque el Sol es el centro del mundo... ; también de que una opinión puede ser sostenida y defendida como probable después de haber sido declarada y decretada como contraria a la Sagrada Escritura”(3).
A lo largo del siglo XVll y siguientes, de la mano de los padres de la ciencia, muchos de ellos fervorosos creyentes, se impuso el método científico basado en la observación y verificación experimental como el que realmente nos puede conducir al conocimiento del mundo natural, como el único que nos permite aprehender la realidad física que nos rodea. La actitud de los creacionistas literalistas, y en parte también la de los concordistas, coincide con la del Santo Oficio, no en poder coercitivo y punitivo, pero sí en la defensa de una forma escolástica de pensamiento basada en el axioma de la intervención sobrenatural de Dios y en la inerrancia de las Escrituras”(4). Entiéndase bien. No estoy negando la acción sobrenatural de Dios, sino afirmando que este axioma no puede establecerse como base de una hipótesis o teoría científica cuyo único referente debe ser la evidencia experimental(5).
El debate sobre los orígenes y, en general, el debate Ciencia-Biblia tal como se planteó en los siglos pasados y aún hoy se sigue planteando desde las perspectivas literalista y concordista no se sostiene. Al mantener la relevancia de las Escrituras en relación con la investigación experimental mediatizamos la validez del mensaje bíblico al obligarnos a interpretarlo de conformidad con la teoría científica en boga o a luchar contra las hipótesis que no seamos capaces de interpretar armónicamente con el texto bíblico, lo que equivale a considerar a la ciencia como último patrón normativo del conocimiento humano y no a La Palabra de Dios que nos ha sido revelada. Defender la relevancia de las Sagradas Escrituras en relación con la investigación experimental significa que se deposita mayor confianza en la ciencia que en la Biblia, aunque consciente y enfáticamente se pretenda lo contrario, por cuanto es el desarrollo del conocimiento científico el que fuerza la interpretación. En los artículos comentados hay algunos ejemplos (el de Edwin Kerr es el más notable) y la historia de la relación ciencia-fe es también pródiga en ellos (ver las notas 7 y 8).
Del reconocimiento de que el mensaje revelado no contiene información o significados relevantes para el conocimiento científico acerca del mundo material o para la investigación experimental no se derivan la “destrucción de la religión” (Marx), “la invalidación del argumento de la finalidad o la negación de la existencia de propósito en el mundo natural” (Monod) o “la reducción de la Biblia a la categoría de mito” (Bultmann). Estas conclusiones son más bien consecuencia de un falso concepto de Dios o de la rebelión del hombre contra Dios, que es una constante en la historia desde Adán, alimentada, eso sí, por la apabullante y siempre sorprendente capacidad transformadora de la ciencia y de la tecnología y el extraordinario poder que proporcionan al hombre moderno.
De la misma forma, pero en sentido contrario, cabe afirmar, dado el carácter y campo de acción de la ciencia, que no hay ninguna razón o argumento irrefutable que permita concluir de la existencia de una explicación científica la negación de la existencia de Dios y de su acción en el mundo natural o la invalidación de su mensaje. Inferir de la existencia de una explicación científica para un determinado objeto o fenómeno natural, por ejemplo, los orígenes, la no existencia de Dios o la negación de su acción directa, como hacen todos los materialistas y, en cierto sentido los creacionistas literalistas, supone ignorar tanto el carácter del conocimiento científico como el propósito del mensaje revelado. Consideremos el
Salmo 139:13-18, un ejemplo más sencillo que el de los orígenes, para aclarar esta afirmación. El conocimiento del desarrollo embrionario que hoy tenemos, ¿invalida la experiencia y el testimonio del salmista? ¿No cabe ya la gratitud a Dios por los hijos que nos ha dado? Por el contrario, el conocimiento que hoy tenemos, ¿no da aún más sentido a nuestra admiración ante el poder de Dios y mayor profundidad a nuestra alabanza? Sólo un falso concepto de Dios muy lejano al Dios personal que se nos da a conocer por medio de su Palabra, o una excesiva arrogancia y seguridad en nuestros propios pensamientos podrían llevarnos a relegar a Dios o su Palabra por el hecho de que en un momento dado una hipótesis o teoría científica expliquen un fenómeno hasta entonces inexplicado, aunque éste sea el origen del universo. Este es el sentido de los testimonios de los científicos creyentes recogidos por Enrique Meier en su artículo (ALETHEIA, nº l0, pág.32).
Hoy más que nunca, y gracias precisamente al desarrollo del conocimiento científico, nos son claramente evidentes la maravillosa armonía y complejidad del universo en general y de los más pequeños objetos o seres vivos en particular. De tal modo que, de conformidad con lo que nos dice Pablo en Ro. 1:20, “la deidad y el poder de Dios se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas”. El mensaje de
He. 11:3:
“Por la fe entendemos haber sido constituido el mundo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía”, sigue siendo tan vigente como en el momento en que fue escrito, si no más, debido a la extraordinaria complejidad del mundo en que vivimos y que la ciencia ha contribuido a revelar.
Hoy, más que nunca, resulta evidente que hay que ser muy crédulo, en el sentido más peyorativo del término, para pensar que todo el universo y las leyes que lo rigen son producto del puro y simple azar o el resultado de la evolución espontánea de la materia.
Escrito por Daniel Casado, Licenciado en Ciencias Físicas, profesor y miembro del Comité Ejecutivo de los Grupos Bíblicos Universitarios
Continuará…
1) - El Debate de los Orígenes (I) Génesis: un debate permanente – Stuart Park
- El Debate de los Orígenes (II). El libro de los principios ante la fe – Carlos Pujol
- El Debate de los Orígenes (III). El libro de los principios ante la ciencia – Carlos Pujol
- El Debate de los Orígenes (IV). Aproximaciones tradicionales a Génesis – David Andreu
- El Debate de los Orígenes (V). Alternativa a la aproximación tradicional a Génesis – David Andreu
- El Debate de los Orígenes (VI) Génesis y revelación – Stuart Park
2) Para aquellos que deseen introducirse en este tema una bibliografía básica puede ser:
- Introducción Histórica a la Filosofía de la Ciencia, John Losee. Alianza Editorial, 1976.
- “Philosophy of Science” (The Natural Sciences in Christian Perspective), Del Ratzsch, InterVarsity Press, 1986.
- “Philosophy of Religion” (Thinking about Faith). C. Stephen, InterVarsity Press, 1982.
3) Citada por Bertrand Russell en La perspectiva científica, Ed. Ariel, Barcelona, 1971, pág. 26.
4) Un excelente ejemplo de lo que decimos son las obras El Diluvio del Génesis de John C. Whitcomb y Henry M. Morris, CLIE, 1982 y El mundo que pereció, de John C. Whtcomb, Ed. Portavoz, 1988.
5) Un ejemplo de lo que queremos decir es la afirmación de que nunca hubo arco iris (Gn. 9:11-16) o, incluso, que nunca hubiera llovido antes del diluvio (Gn. 2:5 y 6). Tales afirmaciones se basan en “la autoridad” de las Sagradas Escrituras y son ajenas por completo a toda evidencia experimental. Más aún, fuerzan conclusiones sobre la constitución o el comportamiento de la atmósfera antediluviana que en absoluto son contrastables experimentalmente (ver las obras citadas en la nota anterior, páginas 398 y 34, respectivamente). Por supuesto, somos muy libres de hacerlas. El quid de la cuestión es que no podemos establecerlas corno base de una supuesta teoría científica (catastrofismo) o luchar en base a ellas contra otra teoría científica, cualquiera que ésta fuere, ya que la acción de Dios no es contrastable experimentalmente, sólo es aprehensible por la fe.
Si quieres comentar o