Con respecto a James Thomson estamos en el proceso de una investigación de su primera estancia en la nación mexicana, que tiene lugar de 1827 a 1830. Él arriba a nuestro país solamente seis años después de la consumación de la Independencia de España; y a cuatro de la caída del efímero imperio de Agustín de Iturbide. En 1824 se había promulgado una nueva Constitución de la República, en la que se establecía a la católica romana como única religión del país. La lucha entre conservadores y liberales por definir el perfil de la sociedad mexicana se encontraba en pleno auge, por lo que el colportor y sus trabajos se vieron sujetos al vaivén de los sucesos y cambios de un sistema político en construcción.
Thomson nace en Kirkmabreck, condado de Kirkcudbright, Escocia, en el seno de una familia presbiteriana. En su adolescencia, y por influencia de los revivalistas y hermanos Robert y James Haldane, James Thomson se une a los bautistas y llega a compartir tareas pastorales en una iglesia de Edimburgo. Los Haldane le contagian el impulso de ir al extranjero, para difundir el Evangelio y la Biblia.
Comparto una de las cartas que Thomson hizo llegar a las oficinas de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, donde informa de algunos resultados en la tarea de distribuir la Biblia. La misiva está fechada el 14 de noviembre de 1827, y da cuenta de la recepción a sus esfuerzos en la pequeña ciudad de Celaya, donde vendió 171 ejemplares, entre biblias, nuevos testamentos y porciones. La lectura del documento revela cómo el infatigable promotor de la Biblia interactuaba con los interesados por adquirir sus materiales, en sus palabras los resultados fueron los siguientes:
Nuestro primer debut en cada lugar es que siempre nos vemos obligados a pasar por la aduana, y por razones que usted supondrá fácilmente. El empleado de la aduana, al examinar mis papeles y viendo que mis mulas estaban cargadas con libros, hizo interesadas preguntas para averiguar de qué libros se trataba. Le dije que eran biblias. “¡Biblias!”, dijo él, “precisamente anoche escribí a México pidiendo una”. Esto fue seguido por preguntas más detalladas acerca de las biblias que yo traía, referentes a su tamaño, precio, etc.; y, al mismo tiempo, se me prestó la más amistosa atención, y ninguna de las cajas fue abierta para examinar su contenido. Pocos minutos después que yo me hubiera instalado en la posada, llegó el empleado de la aduana, y trajo consigo un sacerdote, a quien presentó como amigo suyo, diciendo que le había avisado inmediatamente la llegada de las biblias y que ahora, impaciente por verlas, había venido así, temprano; me pidieron que, si era posible, abriera la caja para satisfacer su deseo de poseer una Biblia. Martillo y formón estuvieron pronto en acción, se abrió una caja, las biblias y un Nuevo Testamento fueron examinados con interés y placer, y cada uno se llevó una Biblia y un Nuevo Testamento, y también los dos volúmenes pequeños. Algunas personas que estaban cerca de la puerta viendo esto, también vinieron a proveerse y el resultado fue de veintiún dólares. Así fue como nuestra venta comenzó tan pronto como acabo de mencionarlo.
Mientras continuábamos con nuestro primer día de ventas, un caballero entrado en años ingresó en nuestro local y compró una Biblia. Después que hubo hecho su compra, se sentó en una de nuestras cajas (el único asiento que teníamos) durante un largo rato, hablándole a la gente que entraba a comprar de la excelencia de las Escrituras y de la gran ventaja de que podían gozar al serles ofrecidas en su lengua nativa, y a un precio tan barato. La buena voluntad con la que hablaba, la profundidad de su opinión y su consejo, junto con el respeto que despertaba su juicio por todas partes, me hizo suponer al fin que era una persona conocida en el lugar. Yo había oído que había un individuo, un nativo de este lugar, quien autodidácticamente se había elevado a sí mismo muy por encima de sus conciudadanos, particularmente en el conocimiento y práctica de la arquitectura, el grabado y la pintura. Por algo que él dijo casualmente acerca de estos temas, comencé a pensar que este caballero, que recomendaba con tanta fuerza el uso de las Escrituras, podía ser Tresguerras(*), el artista autodidacta mencionado. Al preguntarle comprobé que estaba en lo cierto, y me alegró el descubrir que, además de su conocimiento científico, tenía su mente tan abierta al deber y las ventajas de la lectura de las Sagradas Escrituras.
Después visité a este caballero en su casa y tuve no poco placer al observar muchas excelencias de su carácter. Debía haber mencionado antes, que mientras estaba sentado con nosotros en nuestra venta, le di un ejemplar de la Brief View of the Society´s Plans and Operations [Breve presentación de los planes y operaciones de la Sociedad Bíblica]. Él lo leyó en voz alta, atrayendo la atención de cuantos lo rodeaban, deteniéndose de vez en cuando para explicarle a su pequeña audiencia la benevolencia y gloria del objeto y actividades de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera.
Cuando entraron, preguntaron si tenía cierto libro, que se pedía en el país, y cuyo nombre no recuerdo. Dije que no lo tenía; y que los únicos libros que tenía eran biblias y nuevos testamentos. Entonces pidieron verlos. Les expliqué que era domingo, que es un día sagrado, en que no se compraba ni se vendía; y que si vinieran al día siguiente, estaría encantado de mostrarles los libros, y de venderles todos los que quisieran. Pero, dijeron ellos, “nosotros vivimos en el campo, y tenemos que salir de la ciudad hacia nuestra casa esta noche, pues vivimos a dieciocho millas de aquí”. Esta era una fuerte razón para escuchar su pedido, y autorizaba un desvío de la regla general para que estas personas pudieran obtener las Sagradas Escrituras.
Entonces le di a uno de ellos, que parecía ser el personaje principal, un Nuevo Testamento para que lo mirara. Lo abrió y ocurrió que estaba al revés. Esto, sin embargo, no pareció preocuparle, pues siguió teniéndolo en esta posición sin ponerlo al derecho. Esto, por supuesto, excitó una sospecha en lo relativo a si sabía leer o no, y al preguntarle si sabía leer, dijo que no. “Entonces, ¿por qué quiere un libro si no sabe leer?” fue la réplica natural a la respuesta que dio. Su réplica a esta pregunta fue gratificante: “Quiero”, dijo, “un libro para que lean mis hijos”. “¿Están sus hijos en la escuela”, dije yo, “aprendiendo a leer?” El dijo que sí. “¿Paga usted algo por su educación?” dije yo. “Sí”, dijo él, “pago dos reales y medio (15 d.) por semana, por cada uno de los niños que tengo en la escuela”. Me complació mucho ver que se tomara tanto interés en la educación de sus hijos, y le recomendé la Biblia o el Nuevo Testamento, como el mejor libro que podía conseguir para que leyeran sus hijos. “Este libro, dije yo, alcanzando un Nuevo Testamento, “nos habla de Dios, que hizo el mundo, que nos hizo a nosotros, y todas las cosas. Nos cuenta que hemos pecado contra el Señor, nuestro hacedor; nos cuenta acerca de nuestro Señor Jesucristo, quien descendió del cielo y murió por nosotros, para que nuestros pecados sean perdonados; y nos cuenta lo que Jesús nos ha ordenado hacer. Y si nosotros creemos en él como nuestro Salvador y hacemos lo que él nos dice que hagamos, seremos felices en este mundo y, cuando muramos, iremos al cielo y estaremos con Dios y con Jesucristo y con todos los santos ángeles”.
Ellos escuchaban con gran atención; y cuando dejé de hablar, uno de ellos dijo: “Tenga la bondad de leernos un pequeño trozo del libro, por favor”. Abrí el Nuevo Testamento, busqué el capítulo quinto de Mateo y dije: “Aquí están las palabras del mismo Jesucristo”. Ellos escucharon y yo leí los primeros dieciséis versículos, explicándoles a medida que avanzaba. Las respuestas que me daban a las preguntas que yo les planteaba y las observaciones que hacían de tanto en tanto mostraban que entendían lo que les decía. Pasé entonces al tercer capítulo del Evangelio de San Juan, y leí desde el versículo catorce hasta el veintiuno inclusive; explicándoles acerca de la serpiente en el desierto, y la salvación de nuestro Señor Jesucristo allí descrita. Les leí luego el hermoso pasaje que va desde el versículo noveno del séptimo capítulo del Apocalipsis hasta el final. Parecían altamente satisfechos por todo lo que escuchaban y, cuando hube terminado, hablaron entre ellos por un momento en su idioma; luego dos de ellos tomaron cada uno un Nuevo Testamento, mientras el tercero parecía decir que él no podía comprarlo. Volvieron a hablar entre sí en su propia lengua y luego uno de ellos dijo, señalando una Biblia, “¿Y este libro de qué trata?” “Bien, ese libro”, dije yo, “nos cuenta muchas cosas. Nos cuenta acerca de la gente y de la serpiente en el desierto, de la que ya les estuve hablando y nos cuenta cómo se hicieron el mundo y todas las cosas. ¿Quieren que les lea un poco de este libro?”, dije, “Sí, hágalo”, dijeron todos ellos. Tomé el primer capítulo del Génesis y leí, explicándoles a medida que avanzaba, no poco complacido por la gran atención que ellos prestaban y las observaciones que hacían. Cuando hube leído alrededor de cinco o seis versículos, aquel de los tres que anteriormente había parecido que decía no tenía dinero para comprar un Nuevo Testamento, se ubicó dos pasos cerca de mí, y sin decir una palabra, me puso tres dólares en la mano, como diciendo: “Ese libro que usted está leyendo es mío”. Tomé los dólares con el mismo silencio, y continué leyendo y explicando. Siguieron prestando mucha atención hasta que terminé el capítulo y, al concluir, puse la Biblia en manos del que me había pagado el precio de ella. Y él se mostró realmente complacido con el volumen que había recibido. Toda esta entrevista fue gratificante y el placer parecía semejante en ambos lados. Concluí por alabarlos con entusiasmo por haber mandado a sus hijos a la escuela, hablándoles del placer y beneficio que obtendrían de la lectura que sus hijos les hicieran de las Sagradas Escrituras que ahora tenían en sus manos.
*) Francisco Eduardo Tresguerras (1759-1833), Arquitecto, pintor y grabador. De 1802 a 1807 edificó su máxima obra arquitectónica: El Carmen de Celaya.
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