En mis años de muchacho,
Waldo de los Ríos me influyó positivamente con su talento y su desparpajo al poner en ritmo pop a música «tan seria» como la Sinfonía 40 de Mozart, el «Aleluya» del Oratorio «El Mesías», de Haendel, la Marcha Triunfal de la Opera Aída, de Verdi, el concierto para guitarra y orquesta de Vivaldi, el concierto para oboe de Marcello y muchísimas más. Las disfruté al estilo de de los Ríos y las sigo disfrutando en sus formatos originales.
Alguna vez se dijo de de los Ríos que había cometido un pecado imperdonable al modernizar piezas clásicas agregándoles sonidos electrónicos y encargando a la percusión una tarea que les habría de dar una fisonomía completamente renovada. Para muchos, parecía un sacrilegio sacar de los vetustos y honorables «teatros de la Opera» aquellas obras a las que el gran público, el de la calle, «la chusma» como diría Kico, no tendría jamás acceso. Pero lo que hizo de los Ríos fue ofrecerle a ese pueblo, acostumbrado a alimentarse musicalmente de la conga, la rumba y el chachachá, una pieza clásica que muchas veces estuvo inspirada en aires populares de otras regiones del mundo. Y así, se logró el milagro que la gente simple y sencilla descubriera la existencia de un Mozart, de un Vivaldi, de un Haendel, de un Bach, de un Gustav Mahler, de un Verdi.
Lamentablemente Waldo de los Rios hubo uno solo y pareciera, si echamos una mirada a nuestro alrededor hoy día, que todo lo que él hizo por popularizar una música llamada «seria» ha vuelto a los museos y a los honorables «teatros de la Opera» a seguir siendo seria. Para gente seria. Quizás, a veces, demasiado seria.
Para nosotros, que siempre hemos tenido un pie en un lado y el otro en el otro, era emocionante ver a gente sencilla tarareando trozos de estas obras mientras iban a sus trabajos o regresaban a casa. O a los obreros de la construcción, en lo alto de los andamios, silbando la Sinfonía 40 de Mozart o la «Oda a la alegría», de Beethoven. Alguna vez, en un bus del servicio local atestado de pasajeros, escuchamos por el toca cintas del vehículo parte del concierto para guitarra y orquesta de Antonio Vivaldi. Y aunque es probable que para muchos aquello haya sonado como un bolero más; para otros, unos pocos, haya sido una semilla sembrada que en alguna forma quizás llegó a germinar y producir buenos frutos.
Sin duda que faltó seguimiento; faltaron muchos más Waldo de los Rios que prolongaran la tradición. Eso pasa a veces con movimientos y esfuerzos que no logran sobrevivir a quienes les dieron vida. Sin un hortelano que mantenga la maleza a raya, la cizaña termina por imponerse y ahogar, matando, las mejores iniciativas.
En ALEC, nos hemos propuesto sacar de las páginas de la Biblia a personajes más o menos conocidos y ofrecérselos al pueblo en ritmo de novela. (A ese mismo pueblo en el que pensó Waldo de los Rios).
También se nos ha criticado de irreverentes y hasta de «profanadores de lo sagrado». ¡Qué va! Si logramos que la gente del pueblo logre saber de la existencia de un Jacob, de un Elías, de un Zaqueo, de una Rut la moabita, de una Dalila (más allá de la canción popularizada por Paul Anka) y con ello los acercamos un poco a las páginas de la Sagrada Escritura bien habrá valido el esfuerzo y cualquier vicisitud o crítica.
Pero usar en nuestra producción literaria como temas y puntos de partida a personajes bíblicos tiene una razón más, tan valedera, a nuestro juicio, como la apuntada en el párrafo anterior. De una manera u otra, quienes creemos que la Biblia es la Palabra de Dios tenemos que hacer esfuerzos más allá de los tradicionales para ponerla al alcance de la gente. Y en ALEC hemos querido empezar por los que no tienen una identificación mayor con lo religiosamente cristiano. Aunque no lo hemos dicho de esta misma manera en otros de nuestros artículos, aceptamos como un hecho que la gente de iglesia conoce las Escrituras y ha aprendido a convivir creativamente con ella. Creemos que más allá de un buen sermón, de un milagro de sanidad, de una buena canción interpretada con todos los instrumentos en boga y la mejor de las voces, de un buen libro, de la más completa y exhaustiva exégesis e incluso del testimonio más inspirado, lo que transforma a la gente, desde adentro hacia fuera, es el impacto de la Palabra. Y que tiene razón Pablo cuando dice que toda la Escritura es inspirada por Dios y que es capaz de enseñar, de redargüir, de corregir y de instruir a aquel o a aquella que se acerca a Dios quien, como lo afirma el autor de Hebreos (
11.6) es galardonador de los que le buscan. Los medios son, precisamente, eso: medios; y su finalidad es llevar a la gente a la Palabra; o la Palabra a la gente.
Nuestra literatura pretende (y creemos que es una buena pretensión) que quienes leen nuestros libros con un personaje bíblico como protagonista, se sientan atraídos a leer más acerca de él y para eso acuda a la Biblia.
Hemos escuchado testimonios de gente que leyendo a «Séfora» ha descubierto a una mujer, esposa del gran Moisés, desde una perspectiva diferente; a una Séfora que, aparte de ser una buena esposa, fue una buena hija, una excelente hermana, una buena administradora y alguien que supo amar por sobre los desprecios y los hostigamientos y supo perdonar hasta hacer que ese amor se tradujera en paz. Una paz familiar y comunitaria. Nos han hecho excelentes críticas sobre la novela «La llave» personas que han visto por primera vez a una «malvada» Dalila, la filistea que entregó a la muerte al hombre que la amaba, Sansón. Y han aprendido a conocer a la Dalila niña, jovencita, mujer adulta y anciana, que amó pero que fue despreciada por aquellos a quienes ella se entregó en cuerpo y alma; que supo derramar lágrimas de dolor y frustración y que terminó sus días cargando sobre su conciencia el haberle fallado al único hombre que la amó de veras. Y que la amó de tal manera que cuando estaba a punto de morir bajo los escombros del templo del dios Dagón de los filisteos que él con su fuerza recuperada se aprestaba a destruir, se preocupó que se alejara del lugar para no morir ella también. Gente que ha leído la novela «Potifar», ha adquirido una perspectiva nueva de una historia que generalmente se ha apreciado desde un solo ángulo. Se describe aquí a un José que, en el más alto nivel de la estructura gubernamental egipcia, sabe manejar los dones y capacidades dados a él por Dios. En «Potifar» José es visto como el estadista, el hombre maduro que lejos de buscar venganza, sirve con lealtad y dedicación no solo a Faraón sino a su Dios, a quien nunca ignora. Y «Una flor roja» nos habla del dolor profundo de un hombre sencillo de nombre Paltiel que, enamorado de la hija del rey Saúl ve cómo su mujer lo abandona para ir a reencontrarse con su primer marido, David. Y cómo lleva, en el puño cerrado de su mano, una perla que le ha regalado aquella que lo ha traicionado, perla que él siembra en el jardín de su casa y que con el tiempo, fructifica en una hermosa flor roja.
Están también «Desesperanza» y «Los hijos del cautiverio» que muestran a personajes bíblicos desde un ángulo distinto.
Por estos días, un grupo de trece alumnos de ALEC-Perú está empezando a trabajar en sus propias novelas. Los personajes que se perfilan como protagonistas son, en su gran mayoría, tomados de las páginas de la Escritura. Jacob, Enoc, David, Josías, Andrés, Silas, Zaqueo, Jefté, Amós, Agar y el propio Jesucristo. Ficción que parte de lo poco o mucho que la Biblia aporta sobre estas personalidades y que mediante la creatividad de los escritores pueden alcanzar alturas insospechadas. Biblia a ritmo de novela.
ALEC está empeñada en ir más allá de los esquemas tradicionales. Y quienes hacen el intento, con el Escribidor como principal motor de esta aventura, se remiten a lo que en su momento y bajo sus circunstancias, dijo Waldo de los Rios: «Si cuando termino mi labor me encuentro satisfecho con lo realizado, el mundo puede opinar lo que quiera porque yo estoy seguro de lo que hago».
Waldo de los Ríos nació en Buenos Aires el 7 de septiembre de 1934 y se suicidó en Madrid el 28 de marzo de 1977 víctima, según dicen las crónicas, de una fuerte depresión.
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