De un vacío a otro vacío

El vacío me lleva a otro vacío. Consigo alquilar un vehículo, y me interno por una carretera entre columnas de polvo hacia el desierto árido, de una belleza sobrecogedora.

Al fondo las montañas parecen moverse como los cangrejos, y las nubes finas y bajas de nada sirven aquí. Enfilo una hilera de postes y no consigo ver el cable que pende de ellos. Tengo que intuirlo. Cuando viajaba en tren a casa de mis abuelos, me gustaba perder la mirada en los movimientos de los cables del tendido eléctrico, sus movimientos oscilantes a toda velocidad. También hacía lo propio con las vallas de protección de las carreteras, deteniendo la vista en un punto indeterminado, como si viera a través de las cosas, perdiendo la noción de lo que me rodeaba. Vacío.

Un espejismo sigue a otro espejismo.

La carretera, al menos en este tramo, es llana y perfecta. Pienso en los espejismos que el narrador de historias me ofrecía. Sólo considerar la idea de que mi vida podía reducirse a superar un espejismo tras otro me pone enfermo. Son demasiadas cosas las que no comprendo que algún charco dejará de ser imaginario, aunque sólo sea alguna vez. Y cuando uno cae en ese charco, la suciedad le hace ver lo sólido de esa realidad.

Parto un cacahuete. Se desprende parte de su hojarasca y salpica las gafas de sol que me recomendaron llevar puestas hasta para dormir. Digiero mientras tanto manteca de esa misma esencia de fruto seco, alguna aspirina, y agua de depuración dudosa. No duraré mucho con esa dieta. Aquí los rayos duelen, aunque no los vea. En el desierto lleva millones de años existiendo la democracia, es el único lugar donde los dictadores se verían tal como son: polvo. Por eso lo evitan.

En el vacío del desconcierto, del viaje a través del desierto, entre una mano emergiendo y las brisas repentinas, estériles, tangenciales, surge una transparente verdad: la belleza existe, como la eternidad existe, e impregna la arena con su resplandor firme, incluso el valle plagado de lunas pequeñas.