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Alguna vez, hermosa

(Lo dijo Westinghouse:
«Cuando no tengo nada sobre qué escribir,
escribo un cuento».
Y así, llegó a publicar doscientos libritos
con cuarenta cuentos cada uno,
alcanzando, de paso, una fama que
de otra manera jamás habría conseguido).

La última vez que la vio, no pudo hablar con ella o, más bien, ella no pudo hablar con él. Por dentro, su cabeza estaba hecha un vendaval y
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 18 DE JULIO DE 2009 22:00 h

Las imágenes que lograban cristalizarse saltaban convertidas en mil chispas de colores, como los fuegos de artificio que se lanzan para celebrar el día de la independencia o la llegada de un nuevo año. Después, se producía una oscuridad que se reflejaba en una expresión de estupidez que parecía eternizarse en ese rostro que alguna vez fue hermoso. Sí. Por fuera, su expresión reflejaba una locura rematada no obstante que se proyectaba más que nada con un silencio que, en todo momento parecía a punto de romperse por el efecto de palabras que nunca acababan de salir de su boca.

Cuando llegó a visitarla aquel domingo a las tres de la tarde, el amplio patio exterior de la casa de huéspedes especiales, eufemismo para manicomio, donde estaba internada desde hacía cinco años, bullía de gente que se movía por todos lados sin ton ni son. Desde un parlante instalado en la parte alta de una de las alas del edificio principal surgía una suave melodía que el visitante identificó como «Honey» versión de Paul Mauriat.

Calculó que allí habría no menos de trescientas personas atentamente vigiladas por una veintena de empleados todos vestidos con ropa color azul claro. Las mujeres, con faldas que les llegaban por debajo de la rodilla y una blusa del mismo color y los hombres, un mono confeccionado a la medida.

Después de largos años de no verla, había viajado casi mil kilómetros solo para visitarla. Mientras se acercaba al edificio de cuatro plantas que se alzaba en una propiedad de dieciséis hectáreas, pensaba que quizás lo que encontraría dentro de aquellos gruesos muros sería algo parecido a lo que encontró aquel sacerdote que fue a visitar a Antonio Salieri en la película «Amadeus». Pero no. Esto era diferente. No había gente tirada en los pasillos ni locos persiguiendo a locas. Había sí, una algarabía turbulenta en la que todos hablaban y nadie entendía nada.

Aquello no se veía tan mal. Los pacientes, tanto hombres como mujeres, ancianos y ancianas, jovencitos y jovencitas, que también los había vestían, todos, monos blancos y zapatos bajos de tela color azul marino. De vez en cuando, algún empleado se acercaba a uno de ellos y, con buenos modales, se lo llevaba al interior del edificio a cambiarle ropa. O a lavarlo entero. Aprovechando el buen tiempo, algunas damas de azul peinaban al aire libre a pacientes femeninas que no oponían resistencia; al contrario, parecían complacidas y cooperaban gustosas, ofreciendo sus cabezas cuyas cabelleras iban poco a poco adquiriendo un aspecto de orden y hasta de cierta belleza. El visitante, con un gesto de la mano y una sonrisa, dio su aprobación a aquella rutina que parecía formar parte del tiempo de relax del que todo el mundo no dejaba de disfrutar.

Habían pasado treinta minutos desde su llegada y aun tuvo que invertir quince más para encontrarla. Y de no ser porque dio las señas personales a una de las damas de azul, quizás se habría vuelto sin haberla visto. Pero ésta, pacientemente, fue uniendo pequeñas briznas de datos hasta que logró formar un cuadro suficientemente completo como para saber a quién tendría que encontrar. (Ese día, las oficinas administrativas permanecían cerradas por lo cual era imposible acudir a los archivos para asuntos de nombres y otras señas.)

Con una sonrisa que indicaba que había resuelto el enigma, la empleada, de unos cuarenta y cinco años, amable y de buena presencia, invitó al visitante a que la siguiera.

Esquivando cuerpos de pacientes que no les prestaban la más mínima atención, llegaron a un segundo patio que, aunque de menor tamaño, lucía más atractivo que el primero. Aquí había jardines floridos, una pequeña pileta con un angelito desnudo parado sobre uno de sus pies y echando agua por la boca y con dos pequeños pecesitos dorados que nadaban con total displicencia.

Ahí estaba ella. Ocupaba un asiento de piedra debajo de un árbol que le proporcionaba alguna sombra. Parecía absolutamente concentrada en escribir, con el dedo índice de su mano derecha, algo sobre la piedra. El visitante pasó un rato largo mirándola de lejos. Buscaba a la muchachita que, ya convertida en mujer, había dejado de ver hacía tanto tiempo. Sus ojos color cielo. Sus labios sensuales y su dentadura perfecta. Nada de eso encontró. Lo que quedaba de aquella juventud lozana y llena de vida era como flores marchitas, hojas muertas, agua estancada. Luego, lentamente, empezó a acercarse para tratar de hacer notoria su presencia. No sabía si lo reconocería o si le hablaría. Pero la enferma no dio muestras ni de percatarse de su presencia, ni menos de reconocerlo o hablarle. Ni siquiera dejó de mirar lo que escribía. El visitante carraspeó. Como en cámara lenta, ella alzó la vista y lo miró con ojos perdidos y con una expresión que decía a las claras que no era consciente de lo que ocurría a su alrededor. Éste, adolorido y conmovido casi hasta las lágrimas, se sentó a su lado tratando de mantener libre el espacio donde ella escribía. Suavemente, le tomó las manos. La enferma no hizo movimiento alguno. La acarició pero nada de eso logró ascender a su cerebro de modo que no hubo reacción. El visitante se inclinó hacia ella, le tomó la barbilla, le alzó la cabeza con toda suavidad, acercó sus labios a los de ella y la besó. Prolongó el beso por unos diez segundos. Buscaba el aroma que ella le había prodigado cuando eran muchachos pero no lo halló. Ella seguía ausente de todo menos de lo que escribía sobre la piedra.

Se habían conocido cuando tenían la misma edad, diecisiete años. Y se habían enamorado. Ahora estaban casi en los cincuenta. La historia de ambos se fue tejiendo con hilos parecidos pero por manos terriblemente dispares. Mientras él contó con la ayuda que le permitió ir alcanzando metas y superando etapas, ella fue víctima de miembros de su propia familia y amigos cercanos entre los cuales destacaba el pastor de su iglesia que, no obstante amarla, supusieron que era su deber determinar el tipo de vida que habría de vivir. Le escogieron sus amigos, le dictaron leyes y reglamentos que fueron como una telaraña que la fue envolviendo poco a poco y restringiendo su libertad. Decidieron qué debía estudiar, donde pasaría sus vacaciones, de quién se enamoraría y con quién se casaría. La presión de su familia y de los aliados de ésta fue tan fuerte que, poco a poco, su juventud y su lozanía se fueron marchitando como una flor a la que le falta el agua. La sonrisa desapareció para siempre de su rostro. La alegría que la había distinguido hasta los diecisiete se tornó en un pasar amargo y sombrío. Sin saber qué hacer, aceptó en silencio y resignada las condiciones que le impusieron. Y aquello fue su muerte. La muerte de sus sueños y de su sensibilidad de mujer.

Se enamoró de su visitante y se lo prohibieron. Se enamoró de otro muchacho e igualmente la alejaron de él. Quiso ser médico y la hicieron costurera. Al final terminó casándose con quien su familia le impuso. Pero era alguien a quien ella no amaba. Y el joven esposo, dándose cuenta que faltaba en ellos ese vínculo que une para siempre a dos almas que se quieren, resolvió terminar con esa farsa. Pero antes lo hizo ella. Un día cualquiera salió de su casa y se fue para nunca más volver. Aquello, que parecía ser la cura para sus largos sufrimientos existenciales, terminó de matarla. A los treinta y ocho, intentó quitarse la vida. No lo logró. A los cuarenta, perdió la razón. Y a los cuarenta y tres los pocos parientes que le quedaban y que se preocupaban por ella la internaron en aquella casa de huéspedes especiales.

Las primeras sombras del crepúsculo caían cuando el visitante decidió retirarse. No habían hablado. Ni una palabra había salido de la boca de él. Los labios de ella habían permanecido mudos. La enferma seguía escribiendo con su dedo índice de la mano derecha sobre la piedra. El visitante, intrigado, quiso saber qué era lo que escribía. Empezó a seguir los trazos de ese dedo y leyó: Gott. (*)

Cuando el visitante la miró por última vez antes de volverse en procura de la salida vio que dos lágrimas corrían por las mejillas de ella. Eso fue todo.



(*) Dios, en alemán.
 

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