La antropología de Heidegger procura dejar muy claro la oposición que existe entre sujeto y objeto, entre hombre y cosa. La criatura humana no sería un objeto más de la naturaleza, sino una realidad consciente capaz de asumir la tarea de escudriñar el mundo que le rodea.
Uno de los principales asuntos que atraviesa casi todo el pensamiento heideggeriano es el problema de la muerte. El hecho de que el hombre, nada más nacer, sea ya suficientemente viejo para morir. La radicalidad de esta ruptura de la existencia humana es algo propio, constitutivo y característico. Nadie puede desprenderse de su propia muerte, ni tomar para sí la de otro.
El hombre sería un ser para la muerte que procura reprimir la angustia que ésta le produce, olvidándose de ella o distribuyéndola entre todos los demás, mediante frases como: “Todos tenemos que morir alguna vez. aunque todavía no”. Sin embargo,
Heidegger propone correr hacia el encuentro de la muerte en vez de huir constantemente de ella. Habría que aprender a vivir en esa angustia existencial hasta lograr que el temor se transformara en amor a la muerte. El hombre podría vencer el miedo al fin de sus días aprendiendo a “gustar” de la muerte, desarrollando un secreto gusto por ella. Este sería el sentido último de la existencia. De manera que el filósofo de Baden propone una antropología que sería una especie de “mística de la mortalidad”, un ascetismo heroico del amor a la muerte. ¿Pero no es esta pretensión excesivamente idealista y utópica?
El discípulo más notable de Heidegger, el francés Jean Paul Sartre (1905-1980), se opondrá a esta mística de su maestro mostrando la crudeza y realidad a la que conducen tales análisis. La muerte sería para él la gran expropiadora del ser humano. La que le roba el sentido a su existencia. Quien convierte al hombre en botín de sus supervivientes.
Para Sartre sería absurdo haber nacido y sería absurdo también tener que morir. Todo sería absurdo porque todo estaría consagrado a la nada. Si Heidegger hablaba de “angustia” ante la realidad de la finitud humana, Sartre prefiere hablar de “náusea” como experiencia fundamental de la existencia. El hombre se concibe como un proceso abierto e inacabado, distinto al resto de los seres que serían cerrados en sí mismos y, por tanto, acabados. Lo malo de este proceso abierto de autorrealización que se da en el hombre es que se trunca con la muerte.
De ahí que la antropología existencialista sea, en realidad, una teoría sobre la muerte, una tanatología. La cesación de la vida pondría al descubierto que el sujeto humano es portador, en sus mismas entrañas, del terrible gusano de la nada.
Si el Dios de la fe cristiana fue el Creador del ser a partir de la nada, el filósofo existencial sería el creador de la nada a partir del ser. Tal concepción pesimista acerca de lo absurdo de la vida humana llevaría a algunos, como al escritor francés Albert Camus, a pensar en el suicidio como “solución” al problema existencial. Si la vida no tiene sentido lo mejor sería desprenderse de ella.
El existencialismo inicial que pretendía elevar el sujeto humano por encima de todos los demás seres, acaba haciendo del hombre un individuo devaluado e inconsistente del que la nada constituye la esencia de su mismo ser. Una realidad subjetiva que se queda a un paso de convertirse en un objeto más. Este es el paso que daría el estructuralismo, la antropología que analizaremos el domingo de la próxima semana..
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