Aquel muchacho para siempre desconocido llenó de luz la historia de su país, desnudando a los tiranos, descubriendo su mentira e iluminando la verdad de lo mejor de su pueblo.
La mentira de la gerontocracia china había nacido junto con la propia revolución cultural de Mao, que prometía liberación y trajo cárcel, prometía luz y trajo oscuridad, prometía gobierno del pueblo y aplastó al pueblo, prometía la paz celestial y trajo la muerte. A lo largo del siglo XX la represión de Stalin, Hitler, Franco, Pol Pot, Kim Il Sung y Mao trajo más muertos en tiempos de “paz” que propias las guerras. Su paz fue la muerte de sus pueblos y su gloria, la miseria de su gente.
Recuerdo a mis compañeros de facultad, aquella gauche divine de los setenta, que creyeron la mentira maoísta por años y por años quedaron hechizados con el Libro Rojo como las juventudes alemanas con Mein Kampf; sin duda “hay camino que al hombre le parece derecho, pero su fin es camino de muerte” (Pr 14.12). La mentira se hizo desde siempre patente en los teatros de sus sesiones de Polit-buró/Cortes Españolas/Soviet supremo/Reichstag/Comité Central en las que los vientres agradecidos aplaudían al unísono –como siguen haciéndolo en la farsa cubana–, aclamando los insoportables discursos del Herodes de turno, sin saber que también éste iba a caer comido de gusanos; sus falsos diputados-profetas siempre “claman paz cuando tienen algo que comer, y al que no les da de comer, proclaman guerra contra él” (Mi 3.5), “comen la carne de mi pueblo, y les desollan su piel de sobre ellos” (Mi 3.3) y bendicen la misma mentira de la “ley de fugas”, la “solución final”, el gulag o los campos de reeducación.
Es la mentira de los juguetes, la ropa, las cámaras o las herramientas made in China miserablemente abaratados con las manos cautivas de los presos de conciencia y los niños explotados.
La escena ante Tiananmen, la del pueblo desarmado plantado ante los tanques, es reiterativa, es la misma de la primavera de Praga del 68, de Hungría en 1956 y de los astilleros de Danzig en 1981; revela también una profunda mentira: la paradoja del “ejército del pueblo” entrando en la plaza del pueblo a aplastar al pueblo, una mentira que alcanza hasta a las cifras de muertos (si mentían con las toneladas de acero del plan quinquenal, ¿cómo no lo iban a hacer con las personas, que les importan mucho menos?), recortándolos a trescientos, cuando fueron tres mil.
El propio nombre de la plaza es una mentira: Tiananmen significa “paz celestial”; es la misma paz que los republicanos identificaron en Franco: la de los cementerios, la boca tapada y la mente secuestrada.
Pero por debajo, en los cuartos más profundos de la clandestinidad, siempre surgirá la resistencia, el ansia indomable de verdad, la raíz de libertad que se camufla y se retuerce bajo la bota militar para sacar sus hojas al sol. El día en que el general Jaruzelski aplastó Solidarnosk pensé que se apagaba la esperanza al otro lado del telón de acero, puse en el tocadiscos la Gran Polonesa de Chopin y oré en esperanza contra esperanza por el pueblo polaco; no imaginaba que en aquel golpe militar se estaba empezando a desmoronar el muro que tardaría sólo ocho años en caer. No sabemos cómo se llama nuestro héroe desarmado en Tiananmen, pero cuando la libertad democrática vuelva a iluminar esa plaza, todos sabremos que su gesto fue el inicio del cambio.
La imagen del desconocido chico ante el tanque se me entrelaza con otra imagen que recuerdo cada mañana: la foto de una evangélica china cerrando sus ojos y sus manos para hablarle a su Dios, a mi Dios, en una reunión de oración clandestina antes de la salida del sol; tampoco ella tiene nombre para nosotros y los burócratas corruptos de Pekín no tienen idea de quién es, pero su nombre es bien conocido por Dios; las oraciones de mi desconocida hermana están cambiando el curso de su país, mientras a ellos los comerán los gusanos de la historia.
Calvino nos recuerda cómo en el episodio del monte Carmelo los definitivamente relevantes no son los poderosos sacerdotes de Baal, enganchados a las ubres del poder, sino aquel hombre, Elías, pobre, solo y aislado. Esa joven china, mi hermana, puede estar “perseguida, mas no desamparada; derribada, pero no destruida” (2Co 4.9), es la esperanza de su país; esa desconocida chica es bien conocida por Dios (2Co 6.9) y ciertamente es Él quien tiene la última palabra en la historia de su pueblo.
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