El Norte Grande chileno también tiene sus pueblos muertos. Gozan, sin embargo, y aunque usted no lo crea, de excelente salud.
En mi visita a la ciudad de Antofagasta, en pleno desierto, estuve en uno. Y claro, está muerto. Y bien muerto. Sin embargo, como lo afirma el dicho popular, se le ve pujante y brioso, aunque para verlo así hay que mirarlo con anteojos especiales, de esos que provee gratuitamente la imaginación, las ganas de vivir y el amor por la tierra.
Amor por la tierra. ¡Cosa más grande! como diría, si aun viviera, el inimitable Leopoldo Fernández.
La vida, ¡caprichosa ella!, ha hecho de este Escribidor, sin proponérselo éste, una especie de trotamundo de ligas menores. Por cuestiones meramente circunstanciales he adquirido la ciudadanía del país donde resido actualmente aunque sin perder la mía. Cada vez que visito Chile, aspiro el aire de sus calles y avenidas y recibo ese mensaje inconfundible que me dice que estoy en casa. Alzo la vista y observo sus paisajes que no cambian pese a los esfuerzos del hombre por destruir lo creado por Dios, y me mimetizo con ellos sin ningún esfuerzo. El verde del sur chileno, la cordillera con sus numerosos volcanes nevados que corren a la misma velocidad solo que en sentido contrario a como lo hace el autobús que me transporta por la vieja longitudinal sur convertida ahora en algo así como una super carretera tercermundista donde se disfruta viajando aunque ese privilegio hay que pagarlo caro, me grita mensajes de cariño; no me ha olvidado a pesar de haberse interrumpido nuestra relación cotidiana hace ya casi cuarenta años. Los lagos del sur, helados como ellos solos pero hermosos también como ellos solos, me dicen cuando llego a sus riberas, “tú, que vienes del trópico, es mejor que no intentes bañarte en mis aguas; te congelarías”. Y les hago caso, limitándome a charlar un rato con sus ondas y comprobar que salvo ciertos cambios más bien cosméticos, todo sigue igual.
Pero, hasta ahora, el Norte Grande me había sido esquivo. (Chile tiene más de 4,200 kilómetros de costas. ¿Por qué entonces no cederle a Bolivia, que no tiene nada, una pequeñísima franja de 170 kilómetros de largo por 1 de ancho? ¡Majadero que es uno!) Y por eso, precisamente, nació en mí un deseo creciente de conocerlo. Esta vez pude venir a presentármele y me ha dado también, a su manera, la bienvenida.
Estuve en Antofagasta (*). Visité un salón para turistas de la compañía minera Escondida operada por BHP Billiton. Allí me mostraron un video, me invitaron a que volviera y me regalaron una gorra. (¿No será gorra, en alguna parte, una mala palabra?)
Y viajamos hasta Chacabuco. Fue una gentileza de mis anfitriones, los pastores de la iglesia Alianza Cristiana y Misionera antofagastina Juan Roberto Pérez y su esposa Nora Riquelme, gentileza que aprecio de verdad. Para ser justo en esta descripción, sin embargo, tengo que mencionar a Ruth Shover, misionera que colabora con los esposos Pérez y quien gentilmente dispuso de su automóvil y de su propio tiempo para llevarnos en este viaje por mí tan largamente esperado.
Antes de seguir, repito la idea del título: “Pueblos muertos que cantan al amor”. No quiero que mis amigos lectores la olviden mientras siguen leyendo.
El salitre chileno o nitrato de sodio fue, otrora, el oro blanco que llenó las arcas y engordó las cuentas bancarias de las compañías inglesas que, con un olfato que solo pueden desarrollar aquellos que han sido tocados por la varita mágica de la abundancia monetaria, olieron que en el desierto de Atacama había dinero por toneladas. Y para acá se vinieron. No dejaron de darle algo a los gobiernos de turno pero la gran mascada se la llevaron y se la llevan ellos. Lo que apunto a continuación lo digo a modo de paréntesis: que las grandes empresas transnacionales recorran el mundo olfateando donde está el dinero para llegarse con tractores, excavadoras y contratos hechos a la medida de sus ambiciones parece corresponder a lo normal en las relaciones empresariales del día de hoy. Esto es lo más justo, lo más democrático, lo más plausible y lo único defendible. Es lo que sacraliza el sistema económico que nos domina. Por eso, cuando surge por ahí un mandatario que, mediante la vía de la expropiación legal y de la compra legítimamente pactada quiere recuperar para su país el control de la riqueza y así disponer de lo que el suelo y el subsuelo le pueden dar para su nación y para su pueblo, es malo, está violentando la democracia y, por lo tanto, hay que declararlo enemigo público y anti-patrimonio de la humanidad. Y, si se puede, echarle el avión abajo. O el helicóptero. Obviamente, con él adentro. Cierro el paréntesis.
Pues, como decía, estuve en Chacabuco.
Chacabuco es el nombre de una antigua oficina(**) salitrera que por allá por la segunda mitad del siglo diecinueve vivió el auge de la explotación del nitrato de sodio, lo que dio origen a un pueblo pujante con miles de obreros y sus familias venidos no solo de todas las regiones de Chile sino de numerosos países del mundo. Irlandeses, noruegos, alemanes, chinos, españoles, sud y centroamericanos hicieron florecer al desierto con abundancia de cultura y arte. Se establecieron escuelas, se montaron hospitales, se construyeron teatros y se los llenó de música sinfónica, de solistas de fama mundial, de compañías de danzas y de teatro; los niños aprendieron a tocar instrumentos formando orquestas surgidas de entre ellos mismos para lo cual se trajo a maestros musicales directamente de Europa; se desarrolló el periodismo y circularon medios escritos que comunicaron cultura e incentivaron la vida social. Hablantes de las más diversas lenguas constituyeron en la pampa salitrera un conglomerado que no solo transformaba la dura costra del suelo pampino en codiciada materia prima para una infinidad de usos entre los cuales estaban los fertilizantes y la fabricación de la pólvora, sino que también supieron gastar y malgastar su dinero en fondas, prostíbulos, garitos y pulperías donde al mismo ritmo afiebrado corrían tanto el licor como la sangre de quienes apenas el día anterior eran trabajadores amigos que, uno al lado del otro, horadaban el suelo en busca de la riqueza mineral que pondría tan felices a sus patrones ingleses. (Escuche aquí el tema “
Mamá Aída” interpretada por el conjunto chileno “Illapu” y que describe musicalmente algo de lo que fue la vida en la pampa salitrera.)
Hoy día, Chacabuco es un fantasma. Pero un fantasma que sigue enviando mensajes; mensajes que provienen de diversas fuentes y que hablan de temas distintos pero todos basados en una realidad vivida. Algunos parten de las viejas paredes de barro y paja que no obstante el paso del tiempo, persisten en mantenerse en pie pareciera que empecinadas en seguir diciendo de amores y de sufrimientos; de esperanzas y de agonías. Antiguos residentes y turistas dejaron allí estampados mensajes de amor, ese amor que nunca muere aunque quienes lo vivieron ya no estén. “Rosita, te amo”, “Aquí estuvimos con Natalie, la mujer de mi vida, respirando recuerdos y palpando nostalgias”, “María Adriana, siempre te amaré, esposa mía; gracias por acompañarme en este peregrinar por el camino de la vida”. “Jorge y Francisca estuvieron aquí”. “Mi amor por ti nunca morirá, adorada Silvia”. Y así podríamos citar cientos o quizás miles de mensajes parecidos que son los que siguen dando vida a un pueblo muerto.
Definitivamente, el amor es la fuerza que mueve al mundo. Y lo seguirá haciendo porque el amor nunca dejará de ser.
De los fogones que, a guisa de cocina utilizaban los que allí vivieron para preparar su alimento diario, surgen otros mensajes igualmente sentidos: “Aquí vivieron, trabajaron y dejaron sus sueños los trasplantados del Sur, quienes abandonando la frescura de los bosques lluviosos de la tierra araucana viajaron hasta el Norte inhóspito para encontrarse con idéntico cariño, solo que ahora expresado mediante la tosca piedra en la inmensidad de un desierto seco, generoso y abrasador”.
Pero eso no es todo lo que dice Chacabuco.
Después del infausto golpe militar de septiembre de 1973, los uniformados, empecinados en acabar con las ideas a través de acabar con las personas que las sustentaban, no tuvieron mejor ocurrencia que convertir a ese pueblo muerto en uno de los tantos campos de concentración que, solapadamente, fueron sembrando a lo largo y ancho de Chile. Hoy día, cuando hablamos de campos de concentración, de detenidos desaparecidos, de torturados y torturadores, de muertos y expatriados, de familias destruidas y chilenos obligados a salir de su tierra para aprender a sobrevivir en otros mundos de este planeta, lo hacemos con una indiferencia que revela la parte más egoísta del ser humano. “Aquí murió el profesor tal; lo encontraron semi enterrado con cinco balazos y la mandíbula rota…” “¡Oh!” “A Fulano lo acusaron de querer echar veneno al sistema de agua potable y después de torturarlo lo mandaron al exilio”. “¡No!” “A Mengano junto con otros cuatro le aplicaron la ley de fuga; aparecieron acribillados por la espalda”. “¡No te lo puedo creer!” “Zutano, junto con su esposa, siguen desaparecidos; sus dos hijos fueron criados por sus abuelos”. “¡Qué bien!” “¿Que bien qué? ¿Que sigan desaparecidos?” “¡No! Que los hijos hayan sido criados por sus abuelos, je je”.
El mensaje que dejaron estos miles de presos políticos sigue vivo y sigue resonando en los oídos de quienes quieran oírlos. (Usted puede leer al final el texto escrito en el letrero que ilustra este artículo.) Son notas que, en su conjunto, conforman un himno al amor. Allí no hay odio sino respeto por la vida que les estaban quitando y deseos de vivir, de alguna manera, el mensaje de Jesucristo quien con su muerte, también cantó un himno a la vida. “El que en mí cree”, dijo Él, “no morirá eternamente sino que tendrá la luz de la vida”. Los mensajes que encontré en el Campo de Concentración de Chacabuco, dejados por los presos políticos no contenían odio ni deseos de venganza. Son un mensaje al más puro estilo cristiano. Quizás muchos de los que allí vivieron, sufrieron e incluso murieron nunca hayan pisado una iglesia evangélica o un templo católico; quizás nunca hayan pensado que con su forma de adherir a la vida y gastar sus energías para servir al prójimo estaban haciendo realidad las palabras del Señor, cuando, en su incomparable Sermón de la Montaña, dijo: “Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, vé con él dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses. Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?” (Mateo 5.38-46).
Una última reflexión, a modo de pregunta: ¿De haber vivido en Chile en 1973, estaría hoy el Escribidor escribiendo estas notas? ¡Muy buena pregunta, señores!
(*). Si Dios quiere, el año que viene volveremos a Antofagasta pero no lo haremos solos. Un comité ad hoc encabezado por el pastor Juan Roberto Pérez e integrado por personas no solo entusiastas sino influyentes en el medio local ha empezado a trabajar en la organización de un seminario para escritores que comprenda a las cuatro primeras regiones del país con la posibilidad de alcanzar aun más al sur y a las ciudades aledañas de Perú y Bolivia. Nosotros, por nuestra parte, ya hemos empezado a dar forma al equipo de profesores que viajará hasta allá. Será, de acuerdo a lo conversado en nuestra reciente visita, el mejor de los llevados a cabo hasta ahora por ALEC. Y no lo dudo, después de haber comprobado que la gente del Norte Grande chileno posee características que nos permiten estar confiados de que se alcanzarán los mejores resultados.
(**) Oficina. Nombre con que se designaba el centro nervioso de las compañías explotadores del salitre (oficinas, hospital, teatro, escuela, maternidad); por extensión, toda el área donde se extraía el mineral.
(Texto del letrero)
Prisioneros políticos
En este sector, delimitada por alambradas de púas, minas antipersonales y torres de vigilancia estuvieron detenidos, entre 1973 y 1974 más de 1800 hombres de diferentes zonas del país, clases sociales, edades, profesiones y oficios. Encarcelados y aislados del mundo dieron nuevamente vida a este lugar, creando un campo de prisioneros organizado en un Consejo de Ancianos, Escuela, Biblioteca, Iglesias, Teatro de Cámara, Policlínico, etc.
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