Olas de mercurio

Tomaba un poco a broma la expectativa de ir a ver algo que fuera a conmocionarme, supongo que para no dolerme demasiado al llevarme una decepción. Subimos al coche y ponemos rumbo al valle, directos, haciendo ruido como de persianas golpeadas por el viento. Cruzamos saludos con el puño en alto con los viajeros que se nos presentan, y en un momento dado torcemos a la derecha, llegando a un camino que parece más seguro y ancho que el habitual. Unos cuantos giros inesperados después, atravesando muros enormes de piedra pulida y lisa, casi a punto de brillar y disolvernos en su aluminio dulce, pasamos un recodo y se me hiela el corazón.

Ulrich no se equivocó ayer cuando dijo que esto me marcaría. Desciendo casi a gatas, y dejo que se grabe en la memoria lo que veo; es como si abriera los ojos, o el diafragma vivo de una antigua cámara que necesita toda la exposición del mundo, ante una imagen demasiado escurridiza, demasiado líquida. Y es que todas las cosas que nos conmueven son líquidas, y nosotros frente a ellas gotas de agua en la lluvia bajo una farola, o luciérnagas junto a una piscina yendo a una muerte inevitable, fascinante; nos dirán: no miréis, pues sería fatal como la escarcha en el asfalto…

Y aún así, miro. Me planto ante el desierto de ceniza gris, observando la superficie repetirse y repetirse, eco físico. Y alrededor, lo que en el otro valle era hormiguero vacío, ahora es columna de revolución industrial; lo que se asemejaba a un archipiélago de colillas fosilizadas, había dado paso a enormes pilares sujetando un cielo desprovisto de toda vanidad; lo que eran grietas una vez, ahora cuevas albergando dragones imaginarios.

A lo lejos, ayudadas por el viento, se desplazan olas de mercurio que salpican y rompen sin mucho ánimo, pues no habrá ave que se atreva a lanzarse en picado contra ellas. Un poco más allá, se siente pero no se escucha el rugido de las fronteras entrechocándose entre sí como placas tectónicas.

Ulrich calla, y me deja andar unos metros, alucinado. Sabe que nada de lo que dirá añadirá algo nuevo a lo que se ha abierto sin compasión ante mis ojos. Que en parte él contribuyera a esta sensación, alentando mi imaginación fácil, carece a estas alturas de importancia, como la definición que se quiera dar a quien está detrás de todo lo que veo, de casualidad imposible. Constructor, diseñador, creador… ya no son palabras, sino acercamientos superficiales, intentos absurdos de comprensión. Sólo cicatrices podré ofrecer en su encuentro.

Igual de débil es el tiempo. De igual modo que un elemento de poco valor, se funde en la plata oscura. Se cubre de una sustancia pegajosa, como la sangre del árbol que acaba con el mosquito, y no tiene otra cosa que hacer salvo permanecer. Por eso, la tarde se encoge y una luna azul y eléctrica nos embarga antes de lo previsto; una luz robada que nos consume junto al resto del espacio nos deja en ingravidez, cubiertos de un glaseado magnífico. Reconocemos que el tiempo por sí solo, quieto en un sillón de espuma, no resuelve nada.

La luna impávida y enorme mira cómo nos alejamos del lugar donde las almas despiertan, a pesar de la apariencia gris que lo domina. Sólo ella nos ha visto. Bueno, no sólo ella.

	Artículos anteriores de esta serie:
	1		Carretera de la muerte
	2		Hay que regresar al sur
	3		El valle de la Luna