¿Hablamos de uno de los fundamentos más básicos y elementales de la pedagogía? Sí, pero también del de un programa de televisión que se ha convertido en un verdadero fenómeno en varios países, incluido España. Sí, amigos, hablamos de
Supernanny (en Cuatro los viernes por la noche) con una loable, y supuesta, vocación pedagógica y didáctica pero que, con el tiempo, se presenta casi como un
reality más.
Aquí no se trata de famosos que adelgazan en una isla mientras lucen biquinis y barba de tres días o pescan peces atontados entre corales. Ni de aprendices de bailarín que con sus piruetas y coreografías de fiesta de fin de curso se creen Ángel Corella. Ni de triunfitos y sus horrendos gorgoritos, enfados, ilusiones y todo por un sueño. Ni tan sólo de un grupo de grotescos y barriobajeros personajes que, enjaulados en una casa, arañan puntos de audiencia gracias a mostrar las miserias humanas más banales mientras la
socióloga Mercedes Milà les ríe las gracias.
Supernanny, de entrada, parece muy alejado de estos otros productos que, con la excusa cultural o social, se ceban en las lágrimas, las broncas, los insultos y los malos rollos entre los concursantes.
Supernanny parece una guía para padres ante casos de niños con evidentes faltas de (buena) educación, ya sea en temas como las rabietas, la comida, el respeto a los mayores, ordenar la habitación y ese largo etcétera que ni todos los Muppets juntos conseguirían arreglar. Y lo es, de acuerdo.
Entonces, ¿por qué cada vez más tengo la sensación que, en realidad, es otro reality más? Supernanny es un programa bien producido, con una elaboración que requiere un seguimiento de cada caso durante varias semanas. Con Rocío Ramos-Paúl al frente, que se define como psicóloga especializada en niños, el espacio lleva ya cuatro temporadas enfrentando a la superniñera (que ni Mary Poppins, oigan) a lo más selecto de los tiernos infantes hispanos, verdaderos especialistas en boicotear la paz de cualquier hogar.
Pero el truco ya cansa. Son cuatro temporadas con unos patrones similares, y con una forma de solucionar las situaciones a partir del mencionado refuerzo positivo o, como mucho, del también socorrido reparto de responsabilidades. O sea, una cartulina gigante colgada en el comedor con la clásica distribución de tareas (que levante la mano quien no haya ido nunca de campamentos) acompañada de puntos que, al final de la semana, se podrán cambiar por premios, como si se tratara de una licuadora ganada con los puntos de las compras con tarjeta de crédito. Lo mejor de Ramos-Paúl son sus tempos, su puesta en escena, su dramaturgia particular a la hora de encarar a los padres con los monstr…digo, con los adorables hijos que llenan su hogar de alegría.
Varias voces ya han alertado de un exceso de conductismo en las técnicas de Ramos-Paúl en busca más de un espectáculo que no de un resultado satisfactorio. Podemos entender que hablamos de eso, de
televisión, pero habrá que empezar a defender también la posibilidad de una oferta educativa (que no aburrida) que aporte algo de calidad. Y
Supernanny, se queda a medias. Programa tras programa, la sensación de
deja vu es constante, así como la de un exceso de culpabilización de la situación hacia los mismos niños.
No entraremos en analizar teorías pedagógicas más holísticas que las del programa, pero el espacio no busca una explicación global y profunda de cada situación, como si las rabietas de los niños tuvieran todas las mismas causas. La receta de la niñera que todo lo puede se basa en resolver con métodos fáciles y de resultados inmediatos la situación, sin pararse a analizar aspectos psicológicos o del entorno. De la realidad de cada niño, vaya. El premio, el hábito inculcado es el objetivo, y se deja casi de lada la relación afectiva o las respuestas emocionales tanto de los niños como de los adultos.
Así, vestida con aires de programa ágil y bien tramado, nos quedamos en la superficie, en la pedagogía de toda la vida anclada en técnicas que únicamente buscan corregir una forma de actuar y para nada cuestionarse su por qué. Que conste que no niego la utilidad de este sistema (que la tiene, y mucha), lo que pongo en duda es que se quede en esto, en un sistema corrector básico que obliga a centrar la evolución del programa en los momentos de enfrentamiento familiar, en los malos rollos, en los lloros y en las caras de lástima y de no puedo más. A mí, lo siento, me sigue sonando más a algunos de los
realities antes citados, con casos de niños que, en realidad, lo que están pidiendo a gritos es unos padres que les hagan caso, que se agachen a jugar con ellos, que se sienten con sus deberes. O sea, que se acerquen a sus hijos, que los achuchen y que les dediquen algo de tiempo, entendido como un concepto de calidad, no de cantidad. Cada caso de
Supernanny suele acabar con la sonrisa de un niño que, gracias a su recolección de puntos, consigue un regalo o una aprobación a cambio de no chillar ni tirar el plato de macarrones al suelo. Como un hámster que consigue una pipa si toca la campanita adecuada. Ese niño, cuando la niñera mágica desaparezca, seguirá reclamando atención, ternura, tiempo. Eso sí, con diez flamantes puntos ganados en su cartulina.
Instalarme ante la emisión del programa me acaba provocando una sensación muy extraña, ya que se intenta corregir situaciones que, evolutivamente, son más que normales en los niños. Claro que hay que corregir, pero el programa no tiene demasiado en cuenta que la mayoría de niños no son capaces de expresar verbalmente lo que les ocurre, pero volvemos al mismo punto de antes: las emociones, los sentimientos, no cuentan. Hay que corregir, corregir y corregir. Pues, y perdón de nuevo por la comparación, poca diferencia veo entre la niñera fabulosa y ese encantador de perros que (también en Cuatro) consigue que el cachorro rebelde o el cocker desobediente se conviertan en animalitos adorables y ejemplares.
El programa Supernanny nació en Gran Bretaña, donde la niñera Jo Frost es toda una celebridad, aunque la sospecha de potenciar más los aspectos de reality que no los educativos se ha evidenciado ante las acusaciones de un productor televisivo, Roger Graef, que asegura que el programa ha llegado a acosar e insultar a los niños para que lloraran más ante las cámaras. Como Bustamante, como las cobayas de Gran Hermano.
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