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Librarse del mal ¿autonomía humana o redención?

La necesidad de salvación está arraigada en el alma humana desde que la primera pareja se descarrió en el huerto del Edén. El deseo de liberación del poder del mal es universal y cada religión ofrece alguna clase de redención.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 25 DE ABRIL DE 2009 22:00 h

El budista la busca a través del nirvana. El estado final de felicidad se alcanzaría sólo con la contemplación. El judío busca la expiación por las buenas obras. El musulmán anhela el paraíso y para lograrlo debe pasar por la peligrosa espada del juicio. Pero las religiones tradicionales no son las únicas que ofrecen redención. Hoy también la ofrece la idolatría del consumo y otras mil religiosidades posmodernas. Algunos buscan la salvación en el mito del progreso, en las utopías de la mejora social o en la liberación a través del sexo, la ciencia, los deportes de alto riesgo, las religiones exóticas o la Nueva Era. Pero los dioses de estas religiosidades míticas tienen poderes limitados. No redimen verdaderamente sino que están sujetos a las mismas debilidades y vicios humanos.

El cristianismo, por el contrario, ofrece la única respuesta veraz al dilema humano. El problema básico del hombre es de carácter moral. La realidad es que el ser humano es culpable delante de Dios. La Escritura enseña que como el pecado ofendió a un Ser infinito, la consecuencia del mismo es también infinita. Por tanto, sólo Dios puede pagar un castigo así. De ahí que Dios se hiciera hombre en Jesucristo para pagar la pena de nuestro pecado. Esta es la Buena Noticia del Evangelio. Todas las demás ideologías son pálidas imitaciones del Evangelio cristiano. Ninguna otra visión del mundo libera realmente. Porque la salvación del cristianismo está basada en una verdad histórica: la resurrección de Jesucristo.

Aunque la resurrección de Cristo es sólo el comienzo de la historia de redención. En Pentecostés, el Espíritu Santo entró en la vida de los creyentes para cumplir en ellos los propósitos divinos. También hoy todos los creyentes reciben el poder de convertirse en hijos de Dios, para ser transformados y restaurados a nuestra verdadera naturaleza, la de personas creadas a la imagen de Dios. De manera que la redención nos restaura moralmente a la manera en que fuimos creados al principio.

¿HAY QUE RESTAURAR EL MUNDO?
Dios nos ha hecho nuevas criaturas para que cambiemos el mundo. El ser humano transformado es capaz de transformar culturas. Es verdad que la caída y el pecado introdujeron un poder destructivo en el orden creado por Dios, pero no eliminaron completamente ese orden. Los cristianos hemos sido redimidos por Cristo para que cumplamos nuestro propósito original: hacer aquello para lo que fuimos creados. Es decir, construir sociedades y crear una cultura auténticamente cristiana. Y al hacerlo, restaurar el orden de la creación. Es verdad que debemos predicar el Evangelio a toda criatura pero también debemos crear una cultura cristiana.

El apóstol Pablo escribió: “Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios” (Rom 8:19) Los cristianos hemos sido salvados del pecado para hacer que el señorío de Cristo reine sobre todas las cosas. Restaurar la creación de Dios significa influir con el Evangelio en la moralidad privada y en la pública, en la vida individual y en la vida familiar, en la educación y en la comunidad, en el mundo laboral, en la política y en las leyes, en la ciencia y en la medicina, en la literatura, el arte y la música. El objetivo redentor debe impregnar todo lo que hacemos, ya que no hay una línea divisoria entre lo sagrado y lo secular. Debemos hacer que “todas las cosas estén bajo el señorío de Cristo”

La visión cristiana del mundo es la más coherente que existe. La esperanza para el mundo de hoy que debemos transmitir, el sistema de vida y de valores cristianos, se basa en estos cuatro pilares: 1) la creación: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra…” (Gn 1:1): “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza..” (Gn 1:26). Venimos de Dios y somos imagen de Dios. ¡Esa es nuestra identidad! Por eso, si no tenemos a Dios en nuestra vida, si no vivimos con arreglo a sus principios, es lógico que tengamos problemas insolubles. 2) la caída: La condición humana está arruinada por el pecado: “…por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la Gloria de Dios” (Ro. 3:23). Esto es lo que ha sucedido en el mundo: la entrada del pecado. 3) la redención: pero Dios proporcionó una manera para que nos reconciliemos con él, a través de Jesucristo. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquél que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3:16) y 4) la restauración: Somos llamados a llevar estos principios a la sociedad y crear así una nueva cultura, la cultura del reino de Dios en la tierra. “Es necesario que él (Jesús) permanezca en el cielo hasta que llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas” (Hch. 3:21).

Quizás seamos poca cosa, pero si restauramos nuestro mundo estaremos restaurando el mundo. Esta es la responsabilidad y la gloriosa misión de los cristianos, seguir hablando de Jesús a nuestros conciudadanos, porque él es el espejo en el que podemos ver a Dios y también conocernos a nosotros mismos.

Comparado con el ideal de otras religiones o ideologías, Cristo resulta alarmante. Ante el ideal griego y romano (e incluso posmoderno) de lo bueno y lo bello, Jesús se da a conocer, más bien, como todo lo contrario. Jesús es accesible a toda clase de criaturas cargadas de enfermedades y defectos: desde fiebre hasta ceguera; posesos y leprosos; traidores a su nación y prostitutas. Cristo nacido en un pesebre de origen humilde, era él mismo uno de esos pobres. ¿Cómo es posible seguir sosteniendo una teología de la prosperidad? El Maestro habló de Dios a los despreciados y a los sin-dios. A los injustos les anunció la justicia de la gracia divina. A los pecadores les perdonó sus pecados. Se identificó con los no-hombres de aquella sociedad, para llamarlos y tratarlos como seres humanos. Y a los hambrientos y encarcelados les llamó “mis hermanos más pequeños”.

Por eso la muerte de Cristo iguala a todas las personas. El crucificado nos iguala a todos. Como escribió el teólogo alemán Jurgen Moltmann: “Así como en una calavera no se ve si fue la de un rico o la de un pobre, de un hombre justo o de un injusto, en la miseria humana que se manifiesta en el crucificado… se hacen reales… todas aquellas diferencias con las que los hombres se separan de otros hombres”. (Moltmann, 1986) Dios se hizo hombre para, de unos dioses orgullosos e infelices, hacer hombres verdaderos. Por eso la cruz de Jesucristo será siempre el punto de diferenciación entre el cristianismo y las demás religiones e ideologías del mundo. Los cristianos estamos llamados a ser diferentes porque fuimos transformados por Cristo. El discípulo de Jesús debe experimentar los frutos del Espíritu que le lleven a amar a sus enemigos, ser humilde, actuar con justicia, decir siempre la verdad, ser misericordioso y pacificador, saber poner la otra mejilla, no recrearse en la lujuria, no buscar los primeros puestos, practicar la generosidad, etc., etc. Es decir, debe estar loco pues todo esto es locura a los ojos de la sociedad.

Sin embargo, este es el Evangelio que debemos presentar y, sobre todo, que debemos vivir.
 

 


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