Miel

Les veo trabajar, prácticamente con la única protección frente a las abejas de la red en la cabeza. Con precisión andina, extraen las tablas con las celdas repletas de néctar. De ahí saldrá rocío de miel, miel de flores y alfalfa, miel de brezo, acacia, romero. De mezquite. De montaña y de savia. El proceso de trabajo de los apicultores también exhala un olor mezclado con el humo, un olor añejo, perecedero. Tranquilamente, con sumo cuidado, moviendo lentos los dedos y sin gestos bruscos, extraen y analizan las tablas, y por un tiempo, rodeados de abejas, son parte de la comunidad, infiltrados en su red, en la masa de miles de ejemplares apiñados, depositando el néctar regurgitado y disecándose, fermentando la dulzura y las mil propiedades y las vitaminas del producto.

Me invitan a acercarme, algo que hago con miedo evidente. Tomo con ellos vino de miel (miel con agua, básicamente). Preparamos en un lado, a media distancia de los panales, té que la miel endulzará. Me cuentan curiosidades de las abejas, de las que aprender, y comparo las cualidades del animal con el impacto que los humanos dejamos en el medio ambiente. Pero a la vez dejan una señal y poso de alarma al sacar el tema.

Las abejas son pequeñas y en apariencia se dedican a algo tan suyo y poco importante como fabricar miel. Pero sin abejas, no hay polinización. Sin polinización, no hay flor, ni reproducción, y por tanto, tampoco fruto. La mayoría de frutas y plantas que dan variedad a nuestra alimentación están condenadas a desaparecer si no hay abejas. Podría decirse que las abejas son la miel del mundo.

Y para que me quede bien claro, justo cuando dejo a los apicultores volviendo a su trabajo, una abeja me pica en el tobillo. El dolor intenso, casi paralizante, me acompaña el resto del día. Ahora sólo me queda una roncha pequeña, roja y brillante como recuerdo.