En el seno del cristianismo evangélico hispanoamericano hace falta que los liderazgos escriban sus memorias, para transmitir a otros los pormenores de lo que en la ruta toparon. Esas narraciones son necesarias porque dan cuenta de lo que es una teología del camino, forjada tal vez con poca sistematicidad pero con abundante pasión y lecciones de vida. Es por eso que
celebro la decisión de don Juan Antonio de iniciar la serie que da cuenta de los avatares de su andar como discípulo de Cristo, de bregar en el nombre de su maestro en las tierras españolas pero también de América Latina y otras partes del mundo.
Uno de los muchos motivos de agradecimiento que tengo por formar parte de la nave que se llama
Protestante Digital, es que su director me haya facilitado sus oficios para “interceptar” a don Juan Antonio en una de sus visitas a México. Habiendo leído algunas de sus obras y artículos, me atraía la forma y fondo de la expresión escrita de don Juan Antonio. En el 2005 supe con pocas semanas de anticipación que el personaje estaría en México, que de paso a otras partes del país tal vez le sería posible dar una conferencia y una predicación a las que deseaba invitarle. Fue entonces que recurrí a Pedro Tarquis, para solicitarle que abogara por mí ante don Juan Antonio. Los oficios de mi intermediario tuvieron prontos resultados: recibí un correo de don Juan Antonio confirmando su aceptación a las dos actividades que a continuación describiré.
En una cálida mañana dominical de verano en la ciudad de México, del año mencionado, pasamos por don Juan Antonio mi esposa y yo. Nos enfilamos hacia las instalaciones de nuestra iglesia, donde don Juan Antonio Monroy tendría a su cargo la exposición de la Palabra. Pero antes nos detuvimos a desayunar en un restaurante que sirve buen café. De inmediato comenzamos a charlar, él con generosidad respondía mis preguntas. Le compartí algo sobre mis tareas de escritor y docente. Pronto floreció la complicidad de dos lectores, él mucho más avezado que yo, pero vislumbró que lo mío también era perderse y encontrarse entre papel y tinta.
Hicimos un alto en el simposio para ir a la iglesia anabautista menonita, en la que formo parte del equipo pastoral, y a nuestra llegada los hermanos nos saludaron con cariño. Acción que capturó bien don Juan Antonio porque respondió a todos con afecto. Su predicación impactó a los congregantes. Yo comprobé que para él la exposición de la Palabra es una vocación que cumple con inteligencia, se expresa con claridad y contundencia. Su estilo reta al intelecto, remueve la conciencia, llama a las acciones.
Al final del culto tuvimos una comida congregacional. Fue tiempo para confraternizar con los hermanos y hermanas. Don Juan Antonio vio cumplido su deseo, expresado mediante correo electrónico al saber que tendríamos una convivencia en su honor, de degustar una carne tampiqueña. En el camino a su hotel seguimos la charla interrumpida del desayuno. Libros, personajes, hechos históricos y planes de cada quien saltaron entre anécdotas y risas. Esa tarde regresé a casa convencido de que el Señor me había dado abundantes bendiciones al tener el privilegio de pasar varias horas con mi hermano Juan Antonio Monroy.
Al día siguiente de nueva cuenta, ahora con un amigo al volante ya que yo no conduzco autos, fuimos al hotel por don Juan Antonio. Él nos esperaba ya en la acera, listo para cumplir el siguiente compromiso al que le había invitado.
Llegamos a la Biblioteca México, a la sala principal de exposiciones que alojaba por dos meses una magnífica presentación museística titulada Del papiro a la computadora: la Biblia, más de cuatro mil años de historia. La misma es un proyecto auspiciado por un buen hermano y amigo, Cristian Gómez, incansable promotor de Las Escrituras. Don Juan Antonio quedó maravillado por el tamaño y calidad de la exposición.
Como era, ya lo dijimos, el 2005 y por lo tanto año del cuarto centenario de la publicación de
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,
mi invitación a don Juan Antonio incluyó una conferencia de él sobre el tema de su libro La Biblia en el Quijote. El auditorio de la Biblioteca México tuvo un lleno absoluto. Cerca de 500 personas se apretujaron para seguir la sabrosa charla de Don Juan Antonio, quien habló largo acerca del tema principal pero también de la influencia bíblica en algunos escritores latinoamericanos.
Los aplausos al final de la conferencia de don Juan Antonio fueron nutridos. Las preguntas del público fueron respondidas con amplitud por él. Escuchó con atención los cuestionamientos y defendió sus tesis. De entre las butacas hubo un hombre que intervino en varias ocasiones y eso le valió algunos reclamos de otros asistentes, pero don Juan Antonio se mostró paciente y le dio respuestas a sus inquietudes.
Nos fuimos a cenar con el conferencista, a una luminosa y bullanguera taquería de la ciudad de México, famosa por su variedad de salsas y amplio catálogo de tacos. A la mesa estábamos, con don Juan Antonio, diez comensales y animados conversadores. Nadie supo cómo pero entre quienes departíamos tuvo su lugar el mismo hombre que en el auditorio hizo varias preguntas y comentarios a don Juan Antonio. En la mesa continuó con sus interrogantes. El antes conferencista le habló más íntimamente, mientras comenzaron a llegar los meseros con platos y platos de tacos. Entre humos despedidos por las tortillas calientes, aromas de salsas picantes, las aguas frescas y frutales, los comentarios de los otros participantes en el simposio (de ideas y de viandas), don Juan Antonio decididamente estaba haciendo obra de evangelista. Con decisión invitaba a su interlocutor para que le abriera su corazón, mente y voluntad al mensaje y la persona de Cristo.
Al finalizar la cena solamente yo tuve la oportunidad de pasar más tiempo con don Juan Antonio. Le llevé a su hotel y después de concluir nuestra conversación nos despedimos. Me dio un largo y cálido abrazo, que yo sentí como paternal.
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