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Las platas del rescate

Verdad de Perogrullo: El dinero da status. Y amigos. Y bienes. Y un buen pasar. Y a veces, aburrimiento superlativo y, por ahí, ganas de suicidarse. Si no, acordémonos del hijo pródigo de Lucas 15 que mientras tuvo plata tuvo amigos y deleites, pero que cuando se le acabó el dinero, se le acabaron también los deleites y los amigos. Y que cuando ya no sabía a quién recurrir, se acordó que hay ambientes d
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 21 DE MARZO DE 2009 23:00 h

El dinero, además, permite que la gente de las clases acomodadas se eternice en el poder y que las bandas presidenciales pasen de padre a hijo con la misma naturalidad con que pasan los genes o el apellido. Y no solo las bandas presidenciales sino los escaños en el poder legislativo y de igual manera los birretes y las togas en el judicial.

¿Será por eso que la gente que tiene millones siempre quiere tener más?

Coco Legrand, nuestro reconocido humorista, imponente en cuanto a su talento y respetuosamente irreverente en el uso del lenguaje de la calle (me he permitido calificarlo como el único humorista chileno con licencia, como James Bond para matar, para usar en sus presentaciones públicas el lenguaje más grueso sin que nadie se atreva a censurarlo). Coco Legrand, digo, hace un sketch en el que aparece uno de estos políticos que reciben y dan un escaño por herencia negándose, con ademanes artificiosos, a aceptar un nuevo cargo público. «¡No, no y no!» dice, moviendo los brazos como aspas de molino, abrumado por la insistencia de su interlocutor. «¡Estoy cansado de eso! ¡No me hables de seguir siendo ministro! Por favor, por última vez te lo digo: ¡No!» La insistencia prosigue por lo que el político, al final cede y, como para deshacerse de su amigo, le dice, siempre moviendo los brazos, mesándose los cabellos y girando casi sin control en un espacio reducido: «¡Ya! ¡Está bien! ¡Pone a mi hija! ¡Pone a mi hija!» Todo el mundo se ríe, pero el chiste no deja de tener su lado serio y hasta patético. Los cargos públicos se reparten como en familia al punto que si ya no quieres seguir siendo ministro, o diputado, o senador, o subsecretario o presidente de la República, puedes pasar el bastón de mando a tu hijo, a tu hija, a tu nieta, a tu yerno y, por último, si se te antoja, al gato de la casa.

Quizás sea por esto que el presidente Obama ha despertado tanta simpatía en ciertos sectores de la ciudadanía mundial y tanta antipatía en otros. Porque pareciera que llegó a la Presidencia de los Estados Unidos sin los pergaminos con los que han llegado algunos de sus antecesores y portando bajo el brazo nada más que su título de abogado, su inteligencia y una incipiente carrera política. De ancestros poco brillantes, cuenta entre sus antepasados a ciudadanos de Kenya que le heredaron la humildad, el color, el cabello ensortijado y cierta conciencia de clase cuya solidez aun está por verse.

Entrando en el tema del título, no dejamos de hacernos una serie de preguntas que para nuestro limitado conocimiento de cómo se manejan las cosas en aquellas altas esferas de la economía no tienen respuesta. Por ejemplo, si hay crisis de dinero, ¿de dónde se saca tanta plata para rescatar a los que han hecho desaparecer sumas tan cuantiosas? ¿Y dónde está ese dinero que ya no está? ¿Alguna vez existió o no fue más que dinero virtual, menos real que el de Monopoly? En el pasado, y aun en los tiempos actuales, cuando el Fondo Monetario Internacional se topaba con un país latinoamericano que intentaba bregar con sus crisis financieras, le advertía: «¡Ni por nada se te vaya a ocurrir imprimir más dinero porque eso te va a desatar una inflación que después no podrás controlar». Y nuestros países, obedientes (en aquellos entonces, ahora las cosas han cambiado) no imprimían más dinero y la inflación se dejaba caer igual. O peor. Este fenómeno, sin embargo, parece no tener vigencia por acá, donde las prensas que imprimen billetes no paran de trabajar de día y de noche. Si alguien lo entiende, le ruego que me lo explique.

He querido dedicar este artículo a comentar no la crisis económica, que para eso hay expertos, sino lo que acaba de ocurrir en la American International Group, AIG con parte de las platas que el gobierno les pasó para salvarlos de la ruina financiera.
Y he decidido tomar prestado parte de un artículo que apareció en El Nuevo Herald de Miami el miércoles 18 de marzo y que salió de la pluma de un periodista a quien no conozco personalmente pero que su material, sin embargo, aparece publicado con cierta regularidad en este periódico y otra gran cantidad de medios escritos. Se trata de Sergio Muñoz Bata que, según entiendo, es de origen mexicano y reside en la ciudad de Los Angeles, California. Al apresurarme a mencionar su nombre como el autor de lo que viene a continuación, estoy precaviéndome de que alguien me acuse de plagiario. Y a propósito de plagio, recomiendo la lectura de mi artículo «Plagio: una mala palabra» del 29/07/2007). He decidido usar el material de Muñoz Bata porque interpreta con gran fidelidad mi propio sentir en esto de las platas del rescate y, supongo que también el de muchos de los estadounidenses que nos sentimos maltratados por un sistema que aparentemente no tiene forma de evitar que estas cosas sucedan.

¿Recuerdan ustedes cuando en enero de 1992 en su calidad de presidente de los Estados Unidos el señor George H.W. Bush fue a Japón para discutir con los expertos nipones la forma de salir de su propia crisis? ¿Y que en un banquete con el primer ministro Küchi Miyasawa se desmayó, resbalándose de su silla evitando manos presurosas que diera con su humanidad en el piso? No quiero decir que el desmayo se produjera después de haber oído a los políticos y economistas decirle lo que le dijeron, pero quién sabe. ¿Qué le dijeron que sigue resonando en mis oídos y probablemente en los suyos? Esto le dijeron: «Si los estadounidenses no rebajan los sueldos de sus altos ejecutivos, nunca podrán salir de la crisis». Pues bien. Los sueldos nunca se rebajaron y aquí estamos, navegando en aguas tan turbulentas que pareciera que ni siquiera convirtiendo las hojas de todos los árboles del mundo en billetes verdes podremos superar esta situación. (Y que conste que no estamos haciendo alusión a la profecía dada a conocer hace unos días por David Wilkerson y que poco a poco pareciera ir captando el interés de la gente.)

Copio, entonces, con el mayor de los respetos, lo que mi colega Sergio Muñoz Bata dice:

ENTRE LA IRRITACIÓN Y LA FURIA
Admito, de entrada, que la magnitud del abuso me impide mantener la ecuanimidad. Conforme se va rompiendo el silencio inicial sobre el destino del dinero que los contribuyentes hemos tenido que dar para rescatar a la compañía aseguradora American International Group,
AIG, lo que era en mí un sentimiento de irritación más o menos controlable poco a poco se ha ido transformando en furia.


Justo cuando se nos anuncia que los $173.000.000.000 que se le entregaron a esta enorme corporación al inicio del rescate financiero a mediados de septiembre del año pasado son insuficientes, y que muy probablemente necesitarán mucho más, nos enteramos que, si nadie los detiene, una buena parte del dinero sería utilizada para pagar gratificaciones a los ineptos e irresponsables ejecutivos de esta compañía.

Al igual que sucedió con los banqueros y con los ejecutivos de empresas en quiebra, la intención de los directivos de la agencia aseguradora es auto recompensarse. El gobierno dice que serían unos $165.000.000. En el Wall Street Journal, el monto real de los sobresueldos ronda los 450 millones.

La explicación inicial de los directivos de la aseguradora fue que el propósito central de estos aguinaldos es garantizar la retención de ejecutivos a quienes consideran indispensables por su saber, capacidad y juicio.

Es decir, según los jefes, si no fuera por estas bonificaciones, sus ejecutivos se irían a trabajar a otras compañías. Y, me pregunto, ¿qué compañía querría contratar a estos portentos que con sus intrincados, irresponsables y muy probablemente deshonestos manejos hicieron que la AIG perdiera $40.000.000.000 el año pasado? También han dicho que hay que pagarles porque los enredos que hicieron en sus transacciones son tan complicados ¡que sin ellos nadie los podría descifrar!

Frente a tanto abuso, la gente que ha perdido sus trabajos, la que ha visto cómo la avaricia y deshonestidad de los mandarines que manejan el dinero ha producido una disminución considerable de sus ahorros; quienes han sufrido con la devaluación del precio de sus casas; los que están hartos de ver a los directivos de bancos y compañías automotrices vivir como reyes, viajar en sus aviones privados, pasar fines de semana en extravagantes hoteles de lujo discutiendo, entre martinis secos y masajes orientales sus estrategias de mercadeo, les exigen al poder ejecutivo y al legislativo que le pongan coto a los abusos y dejen de disponer del dinero de los contribuyentes para que estos embaucadores se aprovechen.



El artículo tiene dos párrafos más pero podemos prescindir de ellos.

Los medios masivos de comunicación, aunque no tanto la Internet que pareciera ajustarse a parámetros distintos, procuran minimizar la crisis para proteger al sistema económico imperante al cual se deben y no crear pánico. Los hechos más graves se soslayan y la búsqueda de socorro en las esferas de gobierno de los países se hace olvidando y pretendiendo que las gentes también se olviden que su esfuerzo de siempre ha sido achicar hasta la casi eliminación las estructuras de gobierno para que el sector privado, este que está pasando por esta angustia de la cual quién sabe cuándo se saldrá, ocupe su lugar.

Mientras tal cosa ocurre, se sigue perdiendo empleos, aumenta por ende la cesantía, los sistemas previsionales y de salud se tambalean, Bernard Madoff empieza a preocuparse ante la posibilidad de verse encerrado en una cárcel común y corriente en lugar de su confortable detención domiciliaria y pasar allí un par de cientos de años, los ejecutivos de AIG siguen confiados que sus nombres no saldrán a conocimiento público, las ventas siguen mermando y el comercio no sabe a qué recurrir para convencer a la gente a comprar.

Sin entrar a analizar las declaraciones de Wilkerson, pareciera que no estuviera tan descaminado, después de todo. Y que la parábola del rico necio* (Lucas 12:13-21) aun no ha perdido su validez como advertencia amable de Jesús contra la necedad de confundir en forma tan grotesca los verdaderos valores de la vida.

«La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo donde guardar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios».



* (Copio del Diccionario de Sinónimos y Antónimos Océano, pp. 390, 391): «Necio: Mentecato, estúpido, tonto, simple, disparatado, imbécil, ignorante, desatinado, imprudente, porfiado, terco, bodoque, bobarrón, meliloto, cantimpla, panoli, abobado, adoquín, alcornoque, alelado, animal, asno, atontado, bobalicón, bobo, bobote, voceras, calabaza, calamidad, cándido, cebollino, cretino, embobado, estulto, Pili, idiota, insulso, lelo, lila, lento, limitado, majagranzas, melón, memo, moniato, mostrenco, nulo, pánfilo, papamoscas, papanatas, pasmado, pavitonto, pavo, pazguato, rocín, sandio, simple, simplote, sinsustancia, majadero, patoso, soso, zampabollos, zampatortas». Todo esto es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.
 

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