En una de las exploraciones y búsquedas en la selva, llegamos a un claro, a un lugar bien aclimatado y tranquilo. Hay en los alrededores cruces de madera colgantes. Vemos unos cuantos troncos dispuestos en forma de anfiteatro, delimitado por un muro de piedra que puede salvarse con facilidad. Me indican que se trata de una iglesia, que es un lugar desconocido, incluso para muchas personas de la ciudad. Vuelvo a mirar, y entonces entiendo que los troncos cumplen la función de asientos, así que dejo el tronco enorme, lo sitúo en su lugar correspondiente, y voy a buscar uno que no forme parte del templo natural.
Afluentes del Amazonas prosiguen su incansable fluir, sus filtraciones y fluctuaciones, su profundo gemido, como si masticaran las duras cáscaras de unos frutos secos. Esta noche hay servicio en la iglesia escondida, de la cual me aseguran que cumple una función imprescindible, y me entran ganas de ir. Pero será esta noche. Mientras, intento concentrarme en el trabajo, lijando y dando forma, raspando y raspando hasta sentir calambres en los brazos y las piernas, hasta que la columna y todo mi interior tiembla como vientre de papaya. Bebo agua fría que siempre da sed, porque es de manantial. Mi mente viaja una y otra vez hasta el rincón privilegiado, no absorbido por la jungla. Los niños de unos vecinos toman hojas de palmeras que aún no he visto, les quitan las hojas, parten las bases, y las usan como juego de espadachines, autodenominándose emperadores, reyes, revolucionarios y perdedores. Cae el sol sin darnos cuenta, y el aire se impregna de humedad tardía, de limón contestatario y de algún fruto desconocido para mi olfato. El café siempre está presente, junto al arroz y al pescado blanco sobre ascuas. Nos sentamos a una mesa larga y, cubiertos de sudor, serrín y pimienta, comemos mirando las vetas de madera de la mesa, perdiéndonos en sus remolinos oscuros.
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Brilla la noche tras el espacio libre entre las hojas, y el fulgor de las estrellas llega a nuestros oídos. Avanzamos en silencio hacia el claro en la selva, en línea silenciosa, ropas apagadas, labios sellados y corazones envueltos en puño cerrado. Si aquí existió parte del hielo que vio Aureliano Buendía, es algo que nunca sabremos.
La gente se sitúa en los bancos de piedra y madera. Hay saludos al oído, intercambios de miradas, guiños y medias sonrisas. Pero sin sobrepasar un máximo de volumen, que siempre es menor que el movimiento de las hojas. Entre susurros, se musitan unas canciones que de un modo indescriptible calienta el corazón, como un susurro transformado en bruma celeste. Así suenan algunas estrellas.
Tras las canciones, se rompe pan y se beben sorbos de mosto blanco de aposento interior. De cuando en cuando, alguien agita un trapo, y callamos, oyendo nuestras respiraciones contenidas en la boca. Se elevan en los ratos que no hay silencio atento plegarias y, al mirar el hueco abierto en la bóveda verde de la selva, da la sensación de que esta vez llegarán de verdad al cielo. Se lanzan al aire los deseos en un orden pasmoso, casi acordado previamente. Un hombre de pelo cano toma la palabra, y dice que los pueblos lejanos, especialmente los judíos, dejaban pequeñas señales de piedra en el camino, o en el desierto, para recordar que habían logrado llegar hasta ahí, que habían superado algo, o sencillamente que merece la pena señalar ese punto en el tiempo y el espacio. Continúan los deseos profundos, las gracias veladas, las confesiones inauditas durante un rato más. Se protestan las lluvias, se temen los secuestros, se esparce el ansia de liberación. Es el momento de abandonarse, de dejarse a un lado.
Pasada una hora, salimos de la selva y volvemos a la civilización. Consigo un coche que me deja en un hotel, pero he dejado una parte de mi en aquél templo natural.
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“A veces por la noche, el redoble de los tambores, detrás de la cortina de árboles, remontaba el río permanecía ininterrumpido, pero débil, como flotando en el aire, en lo alto, por encima de nuestras cabezas, hasta el alba. Si aquello significaba guerra, paz, u oración, es algo que no hubiéramos podido decir”. (Joseph Conrad)
“Al día siguiente se levantó Jacob muy temprano, tomó la piedra que había usado como almohada, la puso de pie como un pilar y la consagró derramando aceite sobre ella” (
Génesis 28:18)
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