Mientras en las cúpulas políticas e intelectuales que hemos mencionado se han ocupado de filosofar, lo que no está mal pero es insuficiente, sobre los significados de la
indianidad del Continente y las implicaciones culturales de
la Conquista española en la construcción del
ethos nacional, por su parte grupos de misioneros evangélicos se dieron a la tarea de ir a compartir la cotidianidad de los indios e indias concretos. Ese pequeño acto de ir a compartir la vida en las mismas condiciones de marginalidad en que sobreviven las comunidades indias, es un mensaje y un acto que ha sido aquilatado por quienes reciben a los misioneros. Cuando en amplias zonas de la nación discriminan a los indígenas, éstos comprueban que hombres y mujeres que dicen llegar a sus poblados movidos por el deseo de servirles cumplen su palabra y se hacen uno de ellos.
Los misioneros exógenos, ya sean de otros países o nacionales, junto con los primeros conversos inician una encomiable labor que les lleva muchos años (incluso décadas): traducir la Biblia a la lengua del grupo lingüístico con el que conviven. Tal encomiable labor pone a la lengua antes carente de expresión escrita en un plano de igualdad con otros idiomas que desde hace varios siglos cuentan con esa calidad. Para los tzotziles, tzeltales, choles, tojolabales, zoques y mames evangélicos de Chiapas, pero que tienen su símil entre otros pueblos indios latinoamericanos, el contar con la Palabra de Dios (título que más usan) ha significado su independencia de la Biblia “en castilla” –así le llaman a lo que la generalidad de los mexicanos denominan idioma español- y la posibilidad de construir su propia teología.
La Biblia en los múltiples idiomas indios de América Latina es un logro en varios órdenes, entre ellos el cultural. En lugar de “robarles” su cultura, que no es inmóvil sino, como todas las culturas, dinámica, lo realizado por los traductores de aquel libro ha fortalecido una expresión fundamental de los pueblos, la lengua. En tanto que por un lado quienes se sienten propietarios de los indios y pretenden, desde afuera, decidir sobre lo que deben adoptar o desechar los indígenas, por el otro éstos han decidido apropiarse de la Biblia y basar en ella sus creencias.
Una de las distorsiones que sigue campeando en el Continente, tanto desde la izquierda como desde la derecha, es la que acusa de aviesos intereses a los traductores de la Biblia a los idiomas indios. Tales lingüistas estarían, según la teoría conspirativa, realizando su labor con propósitos de dominación política y económica. Y como sin decirlo, porque se guardan de ser políticamente correctos, consideran a los indios e indias
incapaces de descubrir por sí mismos las actividades encubiertas de los misioneros, entonces son imprescindibles los hombres y mujeres con títulos académicos para defender a los indígenas. En su bien construido
romanticismo indiano, la casta académica y mestiza se niega a ver que los indígenas edifican sus propios caminos para incorporarse a la globalidad, y uno de esos caminos es el de hacer suya la Biblia al leerla y predicarla en su lengua.
Otra contribución de los indígenas evangélicos es la de ser alternativa al colonialismo interno perpetrado por generaciones al interior de los pueblos indios. En muy buena medida la organización social india es resultado de la Colonia, del patrimonialismo político y religioso católico español. Al reivindicar su derecho a cambiar la religión tradicional por una elegida en el amplio abanico que representa el cristianismo evangélico, los indios que se convierten y comienzan a vivir con nuevos referentes de ideas y éticos, se están oponiendo a la
uniformización sociorreligiosa y cultural para oponerle su derecho a la diversificación.
Por lo anterior esos disidentes son precursores, a los que no se les ha reconocido, de la lucha por la vigencia de los derechos humanos en los pueblos indios. Cuando nadie reivindicaba el tema en esas poblaciones, los indígenas protestantes enarbolaron la bandera de su derecho a tener creencias distintas, a defender su libertad de conciencia ante la violencia simbólica y física. Al hacerlo estaban abriendo su comunidad a otros cambios. Ellos y ellas no pretendieron imponer sus nuevas creencias, pero sí dieron, y lo siguen haciendo, la gesta por los derechos humanos. No es poca cosa, al contrario, es una labor silenciosa, pero efectiva y trascendente, que se ha desarrollado en los márgenes de la nación y acerca el tema al centro de los debates culturales.
El progresismo, que en el tópico que estamos desarrollando es conservador, frecuentemente niega el derecho de los indios al cambio religioso. Su interés lo explica con argumentos endebles y propios de una concepción social uncida al catolicismo más rancio. Para justificar su postura elaboran modelos de indios imaginarios, ahistóricos, y los contraponen a los remisos indígenas que por su cuenta y riesgo nada más, pero nada menos, quieren ejercer el derecho a ser “aleluyas”.
Las contribuciones señaladas dejan ver uno de los mejores rostros que puede mostrar el cristianismo evangélico en América Latina. Cuando el criollismo del Continente proclamaba que el futuro de nuestros países era
desindianizar a las naciones, de manera silenciosa pero decidida un sector del protestantismo tuvo la lucidez de mirar a los pueblos indios con otros ojos, los de la identificación con sus necesidades.
En el tópico hay muchas historias que deben ser rescatadas, para que alcancen más allá de los ámbitos en que tuvieron lugar. Historias de misioneros y creyentes locales que se atrevieron a vislumbrar otros horizontes para sus vidas personales y las de sus coterráneos. Granos de mostaza que germinaron y crecieron donde otros sólo veían páramos, tierras secas y áridas.
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