Al principio molesta, especialmente porque los mosquitos suelen elegir los lugares más incómodos para el hombre: entre los dedos, en las rodillas, en los tobillos, en el cuello. Es imposible escribir de noche, porque la luz los atrae.
Pero cuando se pasan ya doce días seguidos en el mismo estómago de la selva colombiana, el mosquito es el bicho que menos preocupa. Hemos visto dos especies de ranas venenosas, una de ellas de color amarillo (si no me avisa el guía, la hubiera tocado, y entonces tendría que escribir con la mano izquierda); esta mañana desperté con una mantis sobre el pecho, mirándome como si quisiera hipnotizarme; el guía es un tipo muy hablador, hasta límites que pocos logramos soportar, de modo que cuando calla durante largo rato, pueden pasar dos especies de bicho: guerrilleros dispersos y ejército en busca de seres errantes como nosotros, que han desafiado algunas normas y, sin esperar el permiso del mismo ejército colombiano, se han internado en la selva (aunque sea una parte controlada y bien conocida por el guía), sin saber que la jungla nos digiere poco a poco, que nunca estamos enteramente fuera de peligro.
La selva es bella, pero letal e insaciable. Pensaba en algo más parecido a un bosque frondoso, y ríos, y también en bichos, tratando de ser realista. Pero pronto te satura su olor, su ansia por cubrirlo todo, incluso por no dejar que el sol toque el suelo. Las ramas se yerguen en forma de cúpula verde y negra sobre nuestras cabezas, y se deshace en sudores, empapándonos y consumiéndonos. Pertenecemos a la selva, a lo arbitrario de su voluntad, y no al revés. De día, los sonidos pueden resultar tan terroríficos como durante la noche. No logro adivinar el origen de ninguno de esos sonidos. Por eso hay que ir con guía, por muchas ganas de soledad que tenga uno. Al poner el pie en la selva, empiezas a desear que te cruces con alguien civilizado. Estamos en la zona menos habitada de un país que no es precisamente pequeño. Antes me preguntaba por qué estaba tan poco habitada la región; antes de descubrir que la selva es tan ingobernable como una tempestad. Todo lo que rodea al Amazonas se vuelve inquietante.
Nos sentamos en una zona más o menos despejada, con una especie de asientos de piedra, que en cierto modo recuerda un auditorio; bebemos café de un termo, cada uno pensando en sus cosas. El guía dice que su ciudad
natal, Nariño, de donde viene ese café reconstituyente y limpio, está a unos kilómetros al nordeste. Asiento, incapaz de imaginar el lugar.
Hay tantos lugares que no veré. He tenido que renunciar a pasar por Venezuela. De nuevo hay que decidir. Caribe o Andes. Amazonas o Amazonas. Ninguna de las dos partes resulta fácil. Tras pasar un par de días cavilando, al final me imaginé en primer lugar pasando por Perú o Ecuador, y así es como lo resolví. Pura arbitrariedad. Pronto seguía los pasos de un guía que abrió como ventanas los ojos ante la suma que le propuse, y que me aconsejaba y contaba todo sobre él y lo que pensaba: pise donde yo pise, no haga demasiado ruido, la jungla tiene el oído fino, le sorprenderá el Amazonas, será mejor rodear Putumayo, es muy peligroso, si el ejército nos coge, se nos acaba el paseo, mire bien lo que se aparece delante, porque mañana ya no estará ahí, el limón funciona muy bien para los mosquitos, no veremos una civilización de verdad hasta llegar a Leticia, le pusieron ese nombre por Leticia Smith, ¿sabe?, allí tiene un amigo mío un mesón que se llama El Tucán, donde se come un pescado estupendo, ese dibujo lo ha hecho un inga, debería ver, si tiene oportunidad, la parte de los Andes que nos toca, ¡qué piedras, qué hierba fresca y verde, allí por el Nevado del Tolima, tardaremos en encontrarnos una carretera, agáchese bajo aquél banano, ¿qué tal el copoazú?, sí, es muy ácido, pero muy bueno para la vista, cuidado si alguien le ofrece cazabe, porque está hecha con yuca brava, oiga el Gran Río, un momento, parémonos junto a esta fuente y pidamos guía al cielo.
Pasado un tiempo en el interior de la jungla, es difícil prestar atención detallada a lo que uno se encuentra: especies de orquídeas, especies de plantas, cascadas de comunidades indígenas, variedad de acentos. Es lo que sucede cuando uno se halla ante algo incomprensible e inabarcable; la misma sensación dentro de la jungla se produce ante un océano inmenso, ante una vista parcial del espacio, ante el hielo de los polos… el conjunto de las cosas se precipitan a su origen en una mano fuerte. De nuevo somos pequeños, y sin embargo responsables de los elementos. Como si cuando gateábamos sobre la tierra, hubiéramos sido hechos de esta misma jungla, o de otra, en una arena de un desierto lejano, de un agua que ya no existe, y de un calor irradiado del fondo del universo.
Esta es otra de las cosas que pasan cuando uno se adentra en el calor húmedo de una selva verdadera: se adormilan los sentidos, bostezo, y la mente queda libre.
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