El ciclo de la vida, vaya. Que un día tuve delante de mis narices a un Lou Reed áspero; o a un Bob Dylan espléndido y que hasta sonrió; o a un David Bowie galáctico; o a un Tom Waits capaz de levantar grandes dosis de blues arrastrado con una voz que nunca ganaría Operación Triunfo; o a un Leonard Cohen crepuscular; o a un Bruce Springsteen dueño de la carretera y del corazón de Candy; o un Peter Gabriel malabarista de las emociones; o a My Bloody Valentine convirtiendo mi cuerpo en una caja de resonancia; o a Radiohead mostrando al mundo el gran disco del fin de siglo; o a los U2 recordando un domingo sangriento y la soledad del árbol de Josué; a los Pixies desbocados; a Jane´s Addiction y su trilogía perfecta; a Iggy Pop arrasando, o a Sonic Youth moldeando una marea sonora.
Pero una noche, sentaré a mis nietos ante la chimenea (si algún día tengo, claro, pero es que sentarlos ante el radiador queda poco literario) y les contaré que, ante mis ojos, un día desfiló un verdadero visionario del jazz, un personaje discreto, austero y genial: Pat Metheny. De acuerdo, Waits, Bowie, Cohen o Tom Yorke estarán siempre guardados en el cajón mental con la etiqueta de Conciertos Históricos (para mi, claro), pero Metheny tendrá una subetiqueta propia que dirá Retos Históricos. Y es que
el 1 de julio de 2005, Metheny regaló en Barcelona la genialidad de una de las grandes muestras de cómo adentrarse en nuevos territorios.
En el Barcelona Teatre Musical (BTM), el prolífico músico presentó el que ya era su duodécimo trabajo (y último hasta la fecha) como Pat Metheny Group, un
The way up que es todo un reto. El álbum consta de una sola pieza de 68 minutos nacida de la majestuosidad del guitarrista de Kansas, bien arropado por Lyle Mays, el pianista que le acompaña desde sus inicios, allá por 1977. Sí, el año de la eclosión del punk.
Esa noche, Barcelona fue testigo de una actuación espléndida, en la que Metheny y los suyos regalaron más de dos horas de concierto. La primera parte, centrada en la nueva criatura, un monstruo capaz de devorar todo a su paso, un tifón, una master class de jazz en mayúsculas. En la segunda, los clásicos del grupo fueron cayendo como un regalo tras otro, paquetes de esos simétricos, con papel dorado y un gran lazo rojo. La perfecta sonoridad y visibilidad de lo que pocos años antes era el vetusto Palau d´Esports (donde llegué a asistir a magnos eventos como ver a los Smashing Pumpkins en su momento más álgido, grandilocuente y de divismo desbocado de Billy Corgan, o a la fiesta irlandesa que eran los Pogues del poco recomendable Shane McGowan como amigo de tus hijos), reconvertido en un espléndido auditorio, ayudó a facilitar la tarea. Esa noche, el genio estaba allí, tímido y sonriente, encogido sobre las sucesivas guitarras que íban apareciendo en escena (en esa gira, llevaba hasta 22) y cediendo al mismo tiempo buena parte del protagonismo a la banda que le acompañaba.
The way up es una obra de arte, una profunda estructura de sonidos e i
nfluencias que hacen que Metheny navegue desde las raíces del be bop, hasta las aguas del rock progresivo, con grandes dosis de sinfónico. Es la típica osadía de periodista musical, pero la verdad es que etiquetar a Metheny es una locura, una apuesta segura para acabar atado con una camisa de fuerza y dando cabezazos a una pared acolchada.
El mismo Metheny, en una de las mejores autodefiniciones que he escuchado jamás por parte de un músico, explicó que el disco quería ser una especie de "canción protesta contra la banalidad cultural que nos rodea", contra el consumo de radiofórmula que escupe pequeñas y efímeras dosis de presunta música. Metheny, hombre de pocas palabras, regaló una respuesta musical grandilocuente, con una pieza sin fin que engulle influencias y muestra todas las texturas y posibilidades orquestales que una formación de jazz puede ofrecer. Así, con el piano del histórico Lyle Mayss; el bajo contundente de Steve Rodby; la trompeta de Cuong Vu (que latinizaba fragmentos o nos transportaba a la transgresión de Miles Davis en otros), y la batería del inmenso mexicano Antonio Sánchez (el más aplaudido de la noche, después del maestro, claro) envolvieron a Metheny en su viaje.
Metheny sabe combinar una composición magistral, milimetrada hasta el más mínimo detalle con aquellas improvisaciones que hacen del jazz un terreno único y pantanoso. Ese show de Barcelona fue el penúltimo en Europa (a los pocos días actuó en la localidad francesa de Vienne) de un Metheny que, con 50 años y 30 ya de carrera, demostró que no es ninguna casualidad que músicos como Herbie Hancock, Milton Nascimento o el duque blanco, David Bowie, lo hayan reclamado a su lado, o que acumule 16 premios Grammy en la repisa de su chimenea (el último, precisamente, por
The way up, como mejor álbum de jazz contemporáneo).
Arte, en definitiva, que llega a lo más hondo del alma.
“Mi alma engrandece al Señor” Lucas 1:46
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