A primera vista pudiera parecer que se describe una situación un tanto irreal e imaginaria. Sin embargo, veremos que no es así, ya que se explican hechos comunes y corrientes en Palestina. La uva maduraba en aquellas regiones hacia finales del mes de septiembre. Poco después se iniciaba el período de las lluvias. Si la cosecha no se había recolectado antes de esta época se estropeaba como consecuencias de los abundantes e intermitentes aguaceros que contribuían a disminuir la temperatura del ambiente durante las noches. De manera que
la vendimia era una carrera contra el tiempo y contra la climatología. Había que realizarla con la mayor celeridad posible. En estas apremiantes condiciones de trabajo se necesitaba a cualquier obrero que estuviera dispuesto a recoger uva, aunque únicamente pudiera colaborar una sola hora.
La jornada laboral en Israel variaba con la estación del año pero generalmente comprendía desde la salida del Sol, más o menos a las seis de la mañana, hasta que las estrellas hacían acto de presencia sobre el firmamento. La narración de Jesús nos muestra una escena típicamente mediterránea. Los hombres se dirigían a la plaza del pueblo muy temprano, antes del amanecer, llevando sus herramientas y allí esperaban pacientemente hasta que algún terrateniente viniera a contratarlos. Algunos tenían suerte y eran empleados durante las primeras horas del día. Sin embargo otros se veían obligados a permanecer desocupados casi toda la jornada.
Lo que dice la parábola, de que a las cinco de la tarde todavía había quienes no habían sido empleados, demuestra hasta qué punto estaban desesperadas aquellas criaturas por obtener una ocupación que les permitiera vivir.
El jornal de un denario al día era lo normal para subsistir a un nivel más bien bajo. El hecho de no ser contratados representaba que ese día la familia se quedaba sin pan ya que con tan pésimas condiciones laborales era del todo imposible ahorrar para el futuro. El fantasma del paro y del hambre estaba siempre presente en la vida cotidiana del mundo hebreo, helénico y romano de la época de Jesús.
La mayoría de la población vivía en unas condiciones de total desamparo económico y social. El historiador Josefo se refiere a obras realizadas en Jerusalén después de la terminación de la construcción del templo. Tales obras se hicieron con la finalidad de socorrer el desempleo de más de dieciocho mil parados. Esto nos da una ligera idea acerca de la magnitud del problema del paro en aquella época.
El versículo 3 afirma que el padre de familia volvió a salir, con el fin de contratar más obreros para que trabajasen en su viña, "cerca de la hora tercera del día". En Israel el día empezaba a las seis de la mañana; de manera que la hora tercera correspondía a las nueve de la mañana; la hora sexta a las doce; la novena a las tres de la tarde y, por último, la undécima a las cinco de la tarde, una hora antes de que acabase la jornada laboral.
Tal ritmo de contratación sirve para reforzar la idea, en la mente del oyente, de que los respectivos sueldos serían también diferentes. De ahí que la sorpresa final sea aún mayor. Esta forma de emplear hombres gradualmente no era algo insólito ya que las necesidades reales de mano de obra sólo se podían conocer después de transcurridas ciertas fases de la vendimia.
El hecho de que el dueño de la viña salga varias veces de casa, a lo largo del día, para encontrar jornaleros y de que a todos les repita la misma propuesta: "id también vosotros a mi viña", permite reflexionar acerca de las distintas oportunidades de esta vida. A veces todo se juega en un instante. Hay momentos y ocasiones en la existencia de las personas que no conviene desaprovechar. Circunstancias fugaces en las que es menester abrir de par en par los ojos, incorporarse y responder afirmativamente. Si no se hace así, es posible que se haya desperdiciado la cita decisiva de la vida; es posible que no existan ya momentos más favorables. Lo mismo puede ocurrir con el Evangelio. El Señor se deja encontrar en un preciso instante, en unas circunstancias concretas. Quizás mañana sea demasiado tarde.
El mayordomo recibió la orden de pagar a los obreros su jornal. Pero se trataba de un mandato extraño ya que los últimos en ser contratados, los que sólo habían trabajado una hora, debían ser los primeros en cobrar mientras que los primeros en llegar a la viña, los que estaban trabajando desde las seis de la mañana, iban a recibir su paga en último lugar. ¿Por qué? ¿Era esto justo? En ocasiones cuanto más se revela Dios, más misterioso parece hacerse. Las personas religiosas, los jornaleros de la primera hora, a veces, casi sin darse cuenta corren el peligro de llegar a deformar la auténtica imagen de Dios. Puede resultar paradójico pero es posible que de tanto estar con él, de tanto creer que lo conocen llegan a no reconocerlo. Mucho peor que estar lejos de Dios es creer que se está cerca cuando, en realidad, la distancia de separación es abismal.
La parábola es una comparación entre judíos y gentiles en el reino de Dios. La controversia sobre la admisión de los gentiles fue el problema más importante de la Iglesia apostólica. Los hebreos estaban convencidos de que eran el único pueblo de Dios y que los demás no podrían gozar jamás de los mismos privilegios que ellos poseían. Sin embargo Jesús quiere mostrar que los gentiles, aunque descubrieran el Evangelio más tarde, gozaban de los mismos derechos que los judíos. Ser el primero en llegar carece de importancia en el reino de Dios.
La apocalíptica judía había desarrollado una especie de teología del mérito. Los religiosos, que procuraban obedecer meticulosamente la Ley, estaban convencidos de que mediante todas las renuncias y sacrificios realizados en esta vida Dios no tenía más remedio que concederles el cielo por recompensa. Su concepción de la divinidad era parecida a la de un administrador que distribuyera cantidades de gloria en función de las obras que cada cual hubiera realizado en la vida. Muchos entendían las moradas celestiales como el lugar donde se producía una simple inversión de las situaciones terrenales. ¡Los que aquí están mal, allí estarán bien y viceversa! Como si el cielo fuese el lugar del desquite y del ajuste de cuentas. Por eso les chocaba tanto el mensaje evangélico de Jesús. La parábola viene a declararles que Dios da a quien quiere y como quiere, por encima de cualquier exigencia o reclamación de los hombres. Nadie es dueño de la libertad divina. Nadie puede pedirle cuentas a Dios ni imponerle solución alguna.
Cuando cada obrero hubo recibido su correspondiente denario, los que habían estado trabajando todo el día empezaron a murmurar y a quejarse por haber cobrado igual que los de la última hora. Desde luego esta protesta parece lógica. Ellos habían tenido que fastidiarse durante doce horas, aguantando el calor del Siroco que soplaba desde el sudeste, mientras que los otros sólo habían trabajado una hora con el frescor de la tarde. Parece como si la duración y la dificultad de su labor les diera derecho a exigir un jornal mayor. Lo que les dio el mayordomo era como una afrenta, una burla y una provocación a las costumbres salariales. No se había tenido en cuenta el equilibrio entre rendimiento y remuneración. No había correspondencia entre el trabajo y el jornal. ¿Qué clase de empresario era éste que se atrevía a utilizar esta nefasta política laboral? ¿Dónde iría a parar una empresa que no tuviera en cuenta los baremos de mayor y menor producción?
Desde el punto de vista humano parece una parábola difícil de explicar, sin embargo Jesús pretendía enseñar, por medio de ella, que delante de Dios no son tan importantes las cantidades, los méritos, las horas extras, la producción o los años de antigüedad en la empresa. Él no mira lo que nosotros miramos. Su departamento de selección de personal no se inspira en los cánones humanos de productividad y máximo beneficio. La llamada al trabajo en su viña es universal y de gracia. La remuneración no se ajusta a nuestros criterios, sólo depende de su inmensa generosidad. Dios da libremente y sin medida. Tampoco se le puede acusar de arbitrariedad ya que la parábola dice que cada uno cobró el salario justo con arreglo a lo convenido al principio.
La raíz de la protesta surge de la envidia de los que creen que se merecen más porque, en el fondo, no logran entender el lenguaje de la misericordia. Jesús insiste en que el reino de Dios es otra cosa, en que sus leyes no son las nuestras, ni sus caminos son nuestros caminos; nos repite que para pertenecer a ese reino hay que desterrar del corazón la rivalidad, la competitividad y el egoísmo. Es la envidia humana, en realidad, la que nos puede impedir que entendamos esta parábola, la que hace que miremos a los jornaleros de última hora por encima del hombro. El obrero de la jornada completa se parece mucho al hermano mayor del hijo pródigo. Los dos se quejan de lo mismo. Del mal trato, del agravio comparativo, de la lesión de sus propios derechos que, según ellos, se les hace. El hijo mayor le echa en cara a su padre que se comporte amablemente con su hermano menor. El trabajador de la primera hora acusa al dueño de la viña de actuar con la generosidad de un padre. Ninguno de los dos puede soportar que se favorezca, de alguna manera, a la otra parte. La envidia es incapaz de comprender el amor y la generosidad.
Hay personas que, según su propio criterio, disfrutan de poseer una gran fe. Miembros comprometidos de iglesias que están dispuestos a aceptar todos los misterios bíblicos sin rechistar; que dicen siempre amén a la voluntad de Dios; que se resignan estoicamente a las adversidades de esta vida porque creen que a los que a Dios aman, todo ayuda a bien. Pero chocan contra un serio obstáculo. No quieren comprender la generosidad de Dios hacia alguien que no se lo merece.
Se parecen mucho al profeta Jonás porque les repugna el que a Dios se le ablande también el corazón y perdone al miserable. ¡Cómo es posible que no se castigue a tanto ninivita inconsciente! ¡Con el trabajo que han dado y ahora El Señor se desdice! El enfado y la incomprensión de Jonás hacia los demás siguen siendo los sentimientos propios de muchos creyentes contemporáneos.
Dice el versículo trece que el amo escogió a uno de los que protestaba, probablemente al que más gritaba, y le llamó amigo. Le dio a entender que su protesta no se debía a lo que se le había pagado, ya que un denario era lo estipulado de antemano, sino a lo que se había dado a los demás. Es como si le dijera: "Pero es que acaso ¿por dar a otros te quito a ti? ¿No puedo yo ser generoso con mi dinero? ¿No será que tu protesta brota de la envidia?" Francisco de Quevedo escribió que "la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come". De manera que de pronto se cambiaron los papeles y el acusador se convirtió en acusado. La mayoría de los errores humanos se originan porque tendemos a enfocar los problemas con la lógica de nuestra razón y con nuestro particular sentido de la justicia, en vez de dejar que hable el corazón. No obstante,
la parábola nos muestra que todas las dificultades se pueden solucionar cuando nuestro corazón empieza a latir al mismo ritmo que el corazón de Dios. El amor, la comprensión y la generosidad hacia los que no son como nosotros porque no han tenido las mismas oportunidades o porque han llegado más tarde, deben ser características primordiales en la vida del cristiano.
La parábola del patrono generoso, o de los obreros de la viña, presenta a un Dios que se compadece de los parados y de sus hogares. Un padre de familia que, cuando el día empieza a declinar, sigue yendo a la plaza porque no le gusta que haya personas desocupadas. Un Señor que quiere vaciar la plaza y llenar la viña. Si desde la perspectiva humana no parece justo que el que ha trabajado todo el día cobre como el que lo ha hecho sólo una hora, tampoco es justo que, por el azar o las necesidades laborales del momento, o por el capricho del capataz al elegir obreros, una familia coma y otra pase hambre. El paro no es justo para nadie. Todo ser humano adulto tiene derecho al trabajo y a un sueldo que le permita vivir dignamente.
El Maestro nos muestra esta dimensión de la generosidad divina para que actuemos en consecuencia. La Iglesia está llamada a hacer realidad este milagro de amor. Las comunidades cristianas no deben regirse por los mismos patrones retributivos del mercado laboral. Las leyes que imperan en ese mundo son crueles y despiadadas. La tiranía de la oferta y la demanda no procura el bien de todos sino sólo de unos pocos. La supervivencia de los mejores o la selección del más apto, que se fundamentan en el salvaje egoísmo del darwinismo social, no tienen absolutamente nada que ver con el comportamiento y la misión de las iglesias cristianas. En el reino de Dios no se conoce la ley del rendimiento, que aliena y cosifica al ser humano, sino la del amor que está por encima de los méritos personales, la ley del altruismo que sólo busca el bien ajeno y la ley del desprendimiento generoso.
Desde este nuevo esquema vital que propone el Evangelio de Jesucristo ¿qué sentido puede tener la envidia dentro de la Iglesia? ¿Qué puede pensarse de las rivalidades personales, los enfrentamientos o los afanes de protagonismo entre creyentes? ¿Qué sentido tienen, si es que tienen alguno, estos argumentos pueriles que a veces anidan en nuestra mente? ¡Es que yo he llegado primero! ¡Tengo más derechos! La parábola nos somete a prueba a cada uno de nosotros y nos cuestiona si, de verdad, sabemos vivir en el tiempo excepcional de la gracia.
No basta con aceptar mentalmente que los esquemas de Dios no son los nuestros. Hay que llenarse además de sincera alegría y gozo cada vez que un jornalero de última hora recibe la misma paga que los que llevamos más horas al sol de su viña. Esta es la utopía del amor que cada uno de nosotros debe hacer realidad.
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