Defender a Dios versus obedecerle dándole honra, honor y gloria; defender la fe versus vivirla y proclamarla; defender nuestro status religioso que de bien poco sirve versus volver a las sendas antiguas; defender nuestra comodidad de creyentes satisfechos y acomodaticios versus tomar nuestra cruz cada día y subir, también cada día, la cuesta del Calvario; defendernos de los mensajes y advertencias que nos están mandando nuestros hermanos ateos versus tratar de acallarlos cuando bien pudieran ser enviados por Dios mismo para hacernos despertar de una vez por todas.
Leíamos el editorial de P+D que se refiere al tema y, no obstante, en términos generales coincidimos con el editorialista en que si queremos ser respetuosos con el derecho que cada uno tiene de expresarse, nos es imperativo aceptar que las opiniones de otros pueden no ser iguales que las nuestras. Y debemos saber convivir con ellas y con ellos. Sin embargo, eso es solo una parte del problema. Saber vivir y saber convivir pareciera ser una ciencia fácil pero que cuesta aprender; y, más que aprender, practicar. La otra parte tiene que ver con conservar la pureza y la fuerza de nuestro testimonio versus dejar que las pequeñas zorras de que nos habla el sabio Salomón en su Cantar de los cantares (
2.15) se introduzcan en la Viña y socaven los cimientos de nuestro vivir como creyentes depositarios del poder invencible de Dios.
Ambas realidades quedan expuestas cuando activistas declarados ateos tienen la feliz ocurrencia de salir a la calle a sugerir que es posible que Dios no exista en cuyo caso,
«comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (
1 Cor. 15:32).
Lo peor que podemos hacer los creyentes es, usando ese mismo tipo de pancartas puestas en idénticos medios de locomoción, digamos que Dios sí existe sin demostrarlo con hechos reales. Al hacerlo, es muy posible que estemos perpetuando nuestra mediocridad e inconsciencia cristiana.
Alguna vez escuché una versión que me pareció humanamente lógica sobre la razón que tuvo Judas para entregar a su Maestro. La versión, que posiblemente usted también haya escuchado, dice que Judas, miembro del partido de los zelotes y, por lo tanto, enemigo declarado del Imperio Romano, esperó hasta el último momento que Jesús se declarara como el líder político que habría de dirigir una revuelta nacional contra los opresores. Y al no producirse ésta, trató de inducirla, provocando una crisis anticlimática mediante el recurso de la traición, esperando que por ese expediente Jesús terminara revelándose como lo que él esperaba que fuera. No le resultó y frustrado, ofuscado y deprimido, estimó que ya no tenía otra razón para vivir y tomó la decisión que todos conocemos.
Hace unos cuantos años, un grupo de jóvenes llegábamos a la casa pastoral de la iglesia a la que pertenecíamos justo en los momentos en que la esposa del ministro ponía la mesa para las tradicionales once(*). Entre los inesperados visitantes había uno que no era de nuestra cofradía. La dama tuvo la gentileza de invitarnos lo que nosotros, estudiantes siempre dispuestos a comer donde se nos presentara la ocasión, aceptamos gustosos. Una vez finalizadas las once, el joven «incircunciso» sacó un cigarrillo y se aprestó a encenderlo. Todos, incluyendo a la anfitriona, nos sorprendimos y no supimos qué decir. Pero la señora, reaccionando rápidamente, le pidió al joven que por favor no fumara. Este, atolondradamente, le replicó que él acostumbraba fumarse un cigarrillo después de comer. «Lo comprendo» le dijo la dama, «pero en esta casa no se fuma». Respetuoso, el joven guardó su cigarrillo y la dama, respetuosa también, guardó la tradición familiar y, de paso, la pureza de la atmósfera dentro de la casa.
Espero que esta anécdota alcance a ilustrar lo que quiero señalar.
Mientras escribo, 20 de enero de 2009, seguimos, como todo el mundo, la ceremonia de toma de posesión del nuevo presidente de los Estados Unidos. De alguna manera, en los actos se vio reflejada la condescendencia que la nación tiene hacia opiniones diferentes. El presidente Obama, en su discurso, recordó que los Estados Unidos es una nación de cristianos, judíos, mahometanos y ateos. (No alcancé a percibir que el orden en que se señalaron las religiones obedeciera a un propósito deliberado del mandatario.) Sin embargo, fue evidente que por lo menos esta vez, los Estados Unidos hicieron valer sus derechos de dueños de casa para no permitir que se encendieran cigarrillos después de la comida. Y esto quedó en evidencia cuando, sin detenerse a pensar en la reacción de judíos, mahometanos y ateos, dos pastores oraron al Dios de los cristianos pidiendo Su bendición por el nuevo presidente. Uno de ellos incluso se atrevió a atribuir a Dios el control supremo sobre todo lo que ocurre. Mientras el ministro oraba y el presidente inclinaba humildemente la cabeza, el canal de televisión que veíamos en Costa Rica ponía una nota en la parte inferior de la pantalla en la que sutilmente manifestaba cierto rechazo al acto religioso de orar a Dios. Tampoco esto nos debería sorprender.
De vez en cuando en los Estados Unidos, ante alguna ofensiva de movimientos político-sociales para apoyar determinados proyectos de ley estatal o federal que los favorezca, intentan alzarse defensores de la fe en una actitud abiertamente confrontativa. Hasta donde recuerdo, todas, o casi todas estas batallas se han perdido.
Cuando la iglesia alza su voz como un movimiento social o político pretendiendo luchar con las mismas armas con que lo hace el contrincante se expone a las burlas, al fracaso y a ser pisoteada por los hombres (Mateo 5:13).
Creo haber mencionado en otro artículo lo que ocurrió en cierta ocasión con un canal de televisión en Miami. Líderes cristianos convocaron al pueblo evangélico a que se reuniera en las afueras del canal en una especie de «cruzada en defensa de la santidad». La idea era trasmitir el repudio de Dios a una
showwoman que había propiciado un matrimonio entre lesbianas llevado a cabo ante las cámaras de televisión y oficiado por un pastor traído, ex profeso, desde California. La operación fue un fracaso. Más que fracaso, los que respondieron a la convocatoria hicieron el ridículo porque todo siguió igual. Hasta ahora. Nadie les hizo caso transformándose más bien en el hazmerreír de los pocos que se percataron de la protesta.
La iglesia pierde su tiempo y su credibilidad cuando supone que de esta manera se van a atacar los males de la sociedad.
Subrayo y le pongo mi firma a lo que digo: La iglesia no está para defender a Dios. Y la sana doctrina como la santidad se defienden solas. O con armas espirituales que poco o nada tienen que ver con estrategias humanas. Hay personas amadas y respetadas que sirven con honestidad a Dios y que procuran ser fieles al llamado que una vez recibieron pero que han errado el blanco, transformando sus ministerios y a sus congregaciones en guerreros defensores de Dios y de la sana doctrina, algo para lo cual no fueron convocados.
La iglesia fue constituida para anunciar las buenas nuevas de salvación y cualquier otro propósito es espurio y terminará, a la larga o a la corta, debilitando su testimonio.
En las dos últimas campañas electorales aquí se ha notado quizás más que nunca antes la manipulación que sectores de conocida trayectoria han hecho de la iglesia. En la reelección del presidente que acaba de abandonar la Casa Blanca fue vox pópuli que el abrumador triunfo alcanzado se debió, en buena medida, al apoyo que le dieron los evangélicos. De ninguna manera se podría censurar al creyente que emite su voto según mejor le parece, apoyando al candidato que cree que va a hacer un mejor trabajo. Sin embargo, algo muy distinto es cuando algunos líderes tanto o más comprometidos con un movimiento político que con la fe que sustentan influyen para que los creyentes, muchas veces ingenuos como ovejas desorientadas:
«Ovejas perdidas fueron mi pueblo; sus pastores las hicieron errar, por los montes las descarriaron; anduvieron de monte en collado, y se olvidaron de sus rediles» Jeremías 50:6(**) vayan tras ellos terminando por desviar a la iglesia de su misión esencial, llevándola a funcionar como un grupúsculo sin voz y sin la autoridad que le dio el Señor cuando dijo:
«He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará» (
Lucas 10:19). Cuando esto ocurre, la iglesia no sirve ni para lo uno ni para lo otro.
La iglesia existe para extender el Reino de Dios y para adelantar el regreso de Cristo. Y si bien no se pueden ignorar las necesidades contingentes que de diversas maneras afectan la vida de los seres humanos y la supervivencia de este planeta, lo que quiera que se haga en los campos social, económico, de derechos humanos, ecológico e incluso político debe hacerse partiendo de lo que es su misión insustituible.
Atribuirle a un partido político responsabilidad por males que corresponde atacar a la iglesia y que son de su directa incumbencia es una maniobra que puede dar buenos dividendos políticos pero nunca resultados que deriven en la mejoría de la salud moral, ética y espiritual de la nación.
Por esto mismo, la iglesia vive, hoy por hoy, una crisis de identidad. Pareciera que su liderazgo terrenal ha perdido el norte y lleva a la feligresía a la deriva. Las consecuencias de este fenómeno son que la iglesia no tiene voz y cuando quiere decir algo, nadie la escucha.(***)
Los Estados Unidos de América, con todo lo condescendientes que pudieran ser respecto de las personas adscritas a otras religiones que llegan a vivir aquí, deberían de haber adoptado, hace mucho tiempo, la misma actitud que asumió la esposa del pastor. «Sean bienvenidos a nuestra casa; compartan con nosotros lo que tenemos, pero, por favor, no enciendan sus cigarrillos porque aquí no se fuma». O, dicho de otra manera:
«Ustedes, señores de la religión tal o cual, son nuestros huéspedes y nos agrada tenerlos en casa; sin embargo, queremos que sepan que nosotros somos cristianos, que adoramos a Dios, que creemos en la divinidad de Cristo, que nos parece saludable para nuestros niños y jóvenes orar en las escuelas y en público, que la Biblia es nuestro manual de fe y conducta, que nos agrada usar los símbolos cristianos y que nuestro estilo de vida está determinado por estos principios. Como dueños de casa, no queremos obligarles a que crean como nosotros pero tampoco queremos dejar de creer lo que creemos en aras de una convivencia pacífica. Ustedes, nuestros huéspedes, pueden adorar como quieran y a quien quieran pero no olviden lo que nosotros somos y lo que queremos seguir siendo».
Si esto se hubiese hecho años atrás, no habría tanto humo de cigarrillos contaminando el ambiente.
Termino con otra elucubración que posiblemente no sea original de este escribidor. Cuando los filisteos, con Goliat como punta de lanza, se alzaron contra el pueblo de Israel (ver
1 Samuel cap. 17), Dios levantó a un jovencito para que enfrentara al gigante. El rey Saúl, acudiendo a recursos humanos y trasladando el problema a un plano en el que él se sentía cómodo, quiso armar al joven con sus ropas, trató de poner en su cabeza un casco de bronce y sobre su cuerpo una coraza (ver
1 Samuel capítulo 17). Era la forma humana de luchar contra los ateos. Si David hubiera salido al campo de batalla en esa facha, no solo habría sido derrotado a la primera embestida del gigante sino que habría provocado la risa de los israelitas y las burlas de los filisteos.
«No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (
Zacarías 4:6). La piedrecilla que derribó al gigante representa «mi Espíritu».
«Porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo este pensamiento a la obediencia de Cristo» (
2 Corintios 10:4-5).
No cedamos a la tentación de reemplazar la piedra en la honda de David por las ropas, el casco de bronce y la coraza del rey David. No hacerlo será la única manera de que el mundo crea y la iglesia (que somos cada uno de nosotros) cumpla con la misión dada por Cristo cuando dijo:
«Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos... enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (
Mateo 28:18-20).
(*) Es una tradición que aun se conserva en Chile el agregar, a media tarde, una cuarta comida (tipo five o´clock tea) a las tres de rigor: desayuno, almuerzo y cena. La agregada recibe el nombre de «las once». Hay más de una explicación sobre este nombre. Una de ellas se refiere a la costumbre que tenían ciertos sacerdotes recluidos en monasterios que acostumbraban, a media tarde, retirarse disimuladamente para servirse una copita de aguardiente. Como la palabra aguardiente consta de once letras, la invitación era, entonces, «ir a servirse las once».
(**) Intencionalmente he sacado «un poco» de su contexto este versículo porque creo que ilustra bien lo que estamos argumentando. A confesión de parte, relevo de pruebas.
(***) Escribo desde mi realidad como alguien que vive en los Estados Unidos. Entiendo que la situación que planteo no podría universalizarse pues en otras regiones, como España por ejemplo, la iglesia ha asumido un liderazgo loable, acertado y digno que está llamado a producir frutos
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