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Invirtiendo en valores

Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo. También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró. (Mt 13:44-46).
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 17 DE ENERO DE 2009 23:00 h

En estas dos pequeñas parábolas de Jesús, que recoge Mateo, se describe la conducta de un hombre que encuentra un tesoro de inestimable valor, o una magnífica perla preciosa, y los adquiere inmediatamente a costa de vender todo lo que posee. Las dos breves narraciones, acerca del reino de los cielos, presentan el mismo tema. La necesidad que tiene el ser humano de decidirse pronto. Es urgente aceptar el reino de Dios a costa de lo que sea.

El tema de los tesoros era frecuente y predilecto en todas las regiones del Antiguo Oriente. Desde "Alí Babá y los cuarenta ladrones" hasta "Las mil y una noches" pasando por todas las novelas de aventuras de estos países, los tesoros escondidos, perdidos o encontrados, son motivos habituales y deseados por la mitología popular. También en la Palestina de los tiempos de Jesucristo, infestada como estaba de salteadores, ladronzuelos y soldados romanos corruptos, lo que resultaba más seguro era enterrar la fortuna en cofres resistentes y en lugares recónditos o poco sospechosos. Es lo que se hizo, por ejemplo, con los famosos rollos del Mar Muerto que fueron enterrados dentro de tinajas alargadas, en el interior de cavidades subterráneas de Qumrán. Que esta era una práctica corriente se desprende también, como se vio, de la parábola de los talentos. El siervo que recibió sólo uno confiesa a su señor: "...por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra" (Mt 25:25).

Casi siempre resulta peligroso intentar alegorizar todos los detalles que contienen las parábolas porque fácilmente puede llegarse a situaciones poco éticas que, desde luego, quedan muy alejadas de la intención de su autor. En este sentido, el teólogo británico Christian Harold Dodd escribe: "Jülicher ha demostrado suficientemente cómo es imposible alegorizar los detalles... Si intentamos sacar ´lecciones´ de los detalles, tropezamos con dificultades. El que halla el tesoro lo esconde de nuevo a fin de que el propietario no se entere de su hallazgo, y luego intenta adquirir el campo, probablemente a su precio normal de terreno agrícola. De este modo se muestra tan falto de escrúpulos como el mayordomo injusto" (Dodd, Las parábolas del Reino, Cristiandad, Madrid, 1974: 111). ¿Era esta la lección moral que pretendía enseñar el Señor Jesús? ¡Evidentemente que no!

¿Cuál es pues la interpretación correcta? ¿Dónde se halla la idea principal de estas parábolas que Jesús desea transmitir? ¿Quiere resaltar el inmenso valor de las riquezas halladas o, por el contrario, pretende subrallar el sacrificio con el que éstas se adquieren y la necesidad de decidirse pronto?

Los judíos que escuchan, por primera vez, estas palabras de labios del Maestro concebían el reino de Dios como el gran acontecimiento futuro en el que depositaban toda su esperanza y por el que suplicaban incesantemente en sus oraciones. Esto es lo que se refleja en las palabras del profeta Daniel:
Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido (Dn 7:13-14).

De manera que ningún judío necesitaba ser convencido del valor de este reino de Dios. De lo que sí estaban necesitados era de comprender que para pertenecer al reino había que estar dispuesto a darlo todo cuanto antes. Ambas parábolas presentan, delante de sus oyentes judíos, un modelo de conducta humana y constituyen una invitación para que ellos respondan, para que se pronuncien sobre ella. Las cuestiones son: ¿fue ingenuo el hombre que halló el tesoro al despojarse de todos sus bienes para comprar el campo? ¿Cometió una grave imprudencia el mercader de perlas al vender todas sus posesiones para adquirir una sola perla? No cabe duda de que, a primera vista, sí que corrieron un cierto riesgo. Sin embargo, el empresario que triunfa en los negocios es aquél que sabe cuándo hay que endeudarse porque está completamente seguro de la valía de lo que compra. De la misma forma, comprometerse con el reino de Jesús puede significar también la renuncia a ciertos bienes materiales o sentimentales. Es posible que alguien haya tenido que abandonar amigos o seres queridos, renunciar a determinados negocios, perder algún empleo, llevar una existencia de privaciones o incluso pagar con la propia vida por causa del Evangelio.

Jesús les está diciendo a los fariseos, por medio de estas parábolas, que si están de acuerdo en que el reino de Dios es el bien supremo entonces pueden formar parte de él ya ahora. ¡El reino de Dios entre vosotros está! ¡Abandonad vuestras absurdas preocupaciones y seguidme! ¡Dejadlo todo, como hicieron el mercader y el hombre del campo, y venid en pos de mi! Sin embargo, los fariseos no quisieron desprenderse de sus miserables valores religiosos para cambiarlos por el nuevo reino que les anunciaba Jesús.

Cada uno de nosotros puede identificarse fácilmente con aquellos hombres que descubrieron el mayor tesoro de sus vidas porque ante el descubrimiento personal de Jesucristo todos los demás valores se oscurecen. Incluso podría decirse que hemos hecho un buen negocio, al dejarlo todo para comprar la perla, ya que hemos cambiado todos nuestros objetivos personales y, hasta cierto punto egoístas, todos nuestros proyectos individualistas, todo aquello que sustentaba nuestro narcisismo mundano, por el tesoro de la vida compartida, por el servicio desinteresado a los demás, por las joyas del amor fraterno y la solidaridad que nos permiten disfrutar del cielo aquí en la tierra.

Pero hay un peligro. Sobre nuestras vidas pende constantemente la espada de Damocles del tedio y la costumbre. Con frecuencia olvidamos aquel primer amor y de tanto disfrutar el tesoro que poseemos, de tanto manosearlo poco a poco va perdiendo su brillo original. Nos acostumbramos tan fácilmente a lo valioso que acabamos casi por no darle valor. Estamos tan habituados a convivir entre las alhajas del Evangelio que, en ciertos momentos, llegan a resultarnos cansinas. Es como si nuestros oídos se aburrieran de escuchar cada domingo las maravillas de la Palabra de Dios, como si ya supiéramos el desenlace antes de finalizar la introducción. Entonces nos damos cuenta de que aquel tesoro que tanto nos hizo vibrar, durante la conversión, se ha cubierto de grises telarañas que le han robado el reflejo de sus colores. Pero lo peor de todo es que, a veces, pretendemos cambiarlo por baratijas.

Son cambios sin ningún sentido, carentes de cualquier lógica pero que cometemos a diario sin siquiera darnos cuenta. Cambiamos la esperanza por el conformismo, la fe por los valores materiales a corto plazo, la lectura bíblica y la meditación por el frenesí de la velocidad en torno al vacío, la sinceridad por el cálculo meticuloso, el beneplácito divino por la aprobación de los colegas, la austeridad por el despilfarro, la responsabilidad por el pasotismo contemporáneo, el afecto por el egoísmo y, en fin, al Señor Jesús por una increíble cantidad de ídolos de barro. Sólo si nos miramos las manos y reconocemos la miserable mercancía que contienen estaremos en condiciones de cambiar ese montón de bagatelas por el auténtico tesoro de salvación. Existe un líquido que es capaz de devolver el brillo original a nuestras joyas. Se trata de las lágrimas del arrepentimiento, las únicas capaces de limpiar y hacer resaltar de nuevo el esplendor primitivo. Cuando se ha perdido el primer amor es menester llorar y arrepentirse. De esta manera el tesoro volverá a resplandecer como el sol y sus rayos iluminarán otra vez nuestro camino.

Estas dos pequeñas parábolas tienen por tema central el inmenso valor del reino de Dios y la urgente necesidad de decidirse por él. El ser humano afortunado que se lo encuentra puede que haya estado buscándolo desde hace tiempo, como el mercader de perlas, o encontrárselo casualmente, igual que el hombre del campo. Pero tanto uno como el otro se vuelven locos de alegría, venden todo lo que tienen y adquieren la maravilla que han descubierto. De manera que el descubrimiento del reino exige un compromiso total que puede llegar hasta la renuncia de todos los bienes o incluso la ruptura de determinadas relaciones personales. Jesús entiende el reino de Dios como un descubrimiento personal que hay que aceptar urgentemente.

También el ser humano de nuestro tiempo puede descubrir todavía el tesoro del reino divino. El Evangelio anunciado por Jesucristo es la mayor riqueza que el hombre de hoy puede desenterrar del campo del olvido en el que las religiones oficiales, con su formalismo y rigorismo, lo habían ocultado.
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

jesus
31/01/2012
22:16 h
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El libro de la parabolas de Antonio Cruz es realmente bueno. Es un estudio muy serio y actual del mensaje de Jesús. Muchas gracias Antonio por tu trabajo.
 



 
 
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