Sí amigos, hablamos de
Starsky & Hutch, hablamos, en mi caso, de
la serie, una de las patas básicas de la inimitable trilogía de ficción televisiva que legaron al mundo los productores Aaron Spelling (sí, el padre de la
actriz Tori Spelling, tampoco lo hizo todo perfecto) y Leonard Goldberg, que juntos moldearon tres joyas, tres series de esas que entre los años 70 y los 80 engancharon a toda una generación (con el imprescindible bocata de Nocilla en la mano, claro):
Starsky & Hutch,
Los hombres de Harrelson y
Los ángeles de Charlie.
La serie consta de cuatro temporadas, aunque a partir de la tercera tuvo que moderar su estilo ante las quejas de asociaciones de familias y hasta de responsables de los cuerpos de policía, que veían como sus propios hombres quemaban más neumático de lo habitual y tendían a imitar los, digamos, expeditivos sistemas de nuestra particular pareja.
Starsky (Paul Michael Glaser) y Hutch (David Soul) protagonizaban historias a priori basadas
en el esquema poli persigue a malo, poli gana, el mal no queda impune, pero con unos guiones que, capítulo tras capítulo, mejoraban como el buen vino. Pero
lo que quizá más molestó fue que la serie mostró la cara más cutre de América, la de los callejones llenos de basura y vagabundos malolientes; la de los barrios bajos plagados de antros con poca luz y actividades poco recomendables; la de los soplones (uno de ellos, Huggy Bear, interpretado por Antonio Fargas, sublime); la de vidas lanzadas por un precipicio y dominadas por las drogas, el alcohol, la soledad, el rencor.
Quedarse en la tan bien labrada superficie (gags humorísticos casi de sitcom; la música puro funky y con regusto a los films de
blaxpoitation, o ese Ford Torino rojo con una gran franja blanca) no era suficiente, ya que la serie desnudaba la cara oscura de un pais, la que nos recuerda más al
Taxi Driver de Scorsese y De Niro que no a la más pastelosa y aséptica que solía reinar en muchas otras ofertas de ficción televisiva. A pesar de esto, la presión externa obligó a los productores a introducir más elementos narrativos basados en amores y desamores y en situaciones de conflicto personal entre los protagonistas (no, nos olvidamos del sufrido jefe de la pareja: el capitán Harold Dobey, interpretado por Bernie Hamilton), aunque las arrancadas del Ford Torino en cualquier callejón y la melodía creada por Lalo Schrifrin siguieron siendo el gran preludio a otra historia plagada de persecuciones, malos muy malos, más trozos de pizza, pantalones de campana, amistad y, cómo no, otro triunfo del bien sobre el mal.
Starsky & Hutch fue el gran éxito de Glaser y Soul, pero a la vez, su tope. En el caso de Glaser (más allá de su tragedia familiar, ya que el sida se llevó a su mujer y a su hija) su aportación posterior al mundo de la TV y el cine ha sido escasa, con la única (y honrosa) excepción de la dirección de algunos buenos capítulos de otra serie que, con una estética totalmente distinta y justo una década más tarde (se emitió originalmente entre 1984 y 1989), se convirtió en la otra gran serie con pareja de polis:
Corrupción en Miami, una joya con el dueto Sonny Crocket (Don Johnson) – Ricardo Tubbs (Philip Michael Thomas), acompañados de un estelar jefe, el teniente Castillo interpretado por Edward James Olmos. Glaser, pues, igual de discreto en el resto de su vida profesional, como en la serie, mientras David Soul intentó continuar su estela de chico guapo y algo chulo adentrándose en el pantanoso mundo de la canción (aún no me he repuesto de otra incursión, la del otrora justiciero David Hasselhoff, conductor del coche fantástico Kitt, el único que llegó a hacer sombra catódica al Torino rojo), aunque su aportación no pasó de ser una mala competencia para los Pecos y el Leif Garret que poblaban las cubiertas de las carpetas de las adolescentes de la época. Eso sí, Soul aún fue capaz de labrar un muy digno papel en la mini serie
El misterio de Salem´s Lot, una perturbadora historia basada en un relato de Stephen King.
Pero volvamos a
Starsky & Hutch. El capítulo piloto de la serie ya marcó estilo, con un inicio lleno de oscuridad y humor negro (el diálogo sobre el final del film
Red river de John Wayne entre dos asesinos a sueldo, brillante), con un Starsky atiborrándose de comida basura mientras Hutch moldea su cuerpo a golpe de guante de boxeo en un gimnasio. Luces ténues, tugurios llenos de humo, carteristas y aprendices de gángster de barrio de poca monta, grandes avenidas llenas de vidas vacías, persecuciones variadas (los siete pisos que se cascan a pie nuestros dos héroes en un hotel, un ejercicio de humor y narrativa cinematográfica extraordinario), escaleras de emergencia, párquings subterráneos.
Y a pesar de todo, en cada episodio los detectives David Starsky y Kennet Hutchinson mostrarán un lado humano, nada impostado, nada paternalista (no como ocurre en algunas otras series) y demostrando que ellos mismos forman parte de ese mundo plagado de submundos.
En el mismo capítulo piloto, Starsky detiene su Torino en uno de esos callejones plagados de botellas de whisky y almas ahogadas en ese mismo whisky para que Hutch pueda hablar con un viejo conocido, un sin techo que responde al nombre de Lijah. El detective le pregunta sobre la llegada del fin del mundo, y el vagabundo responde que, en su caso, ya parece haber llegado, antes de salir corriendo para invitar a un café a un compañero suyo con el flamante billete de cinco dólares que Hutch (puro corazón, corazón puro) ha soltado.
“Lo que sale del hombre es lo que le hace impuro, pues del corazón del hombre salen las malas intenciones” Marcos, 7:21
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