Al continuo señalamiento de que los protestantes subsistían gracias a abultados financiamientos de las matrices misioneras extranjeras, se respondió con las evidencias de que era el involucramiento de nacionales lo que daba sustento cotidiano a las iglesias y sus integrantes.
En los ámbitos urbanos y de mayor escolaridad, incluso en aquellos identificados como progresistas y anti-estadunidenses, durante el siglo XX se va forjando lo que denominamos “esencialismo ahistórico”. Éste consiste en dar por sentadas ciertas características del ser latinoamericano, sin ahondar en que ellas fueron, y son, construcciones históricas y no, como se les quiere ver, rasgos originales para ser transmitidos sin cuestionar ni su génesis como tampoco su continuidad mecánica.
Lo anterior es más intenso en las comunidades tradicionales, preponderantemente indígenas. En las que el sistema político/religioso tiene como centro aglutinador una serie de fiestas, ceremonias, rituales y cargos nítidamente católicos, aunque en ellos existen componentes de las religiosidades indias. La férrea defensa que los indígenas tradicionalistas han hecho de su sistema, mediante violencia simbólica y física, ha sido justificada por la mayoría de antropólogos y científicos sociales que ven al protestantismo como amenaza a las comunidades que, supuestamente, son testimonios vivos de los pueblos indios anteriores a la Conquista española.
Pues no, se equivocan, ya que los pueblos indígenas actuales son resultado de un proceso colonial múltiple. Que inicia con la devastación que vino de España, y continúa dolorosamente después de los movimientos de independencia del siglo XIX (ya con los mestizos en el poder), y se reproduce con distintas peculiaridades a lo largo de todo el siglo pasado. Muchas de las características que hoy se tienen por singularmente indígenas, inicialmente fueron establecidas por los conquistadores ibéricos. Lo mismo pasó en otros procesos colonizadores, en los que se impusieron a los pobladores originarios desde creencias hasta formas de vestir. Tal y como queda consignado en la obra, imprescindible sobre el tema, coordinada por el historiador inglés Eric Hobsbawm (
The Invention of Tradition).
Para México –aunque puede ser hacerse extensivo para el conjunto de las naciones latinoamericanas- lo sintetizado por el antropólogo Héctor Tejera (y que le valieron furibundas críticas de colegas suyos, veneradores del tradicionalismo) caracteriza bien el ethos de los pueblos indígenas y sus mecanismos internos de dominación:
La comunidad indígena de Chiapas es un producto colonial. Tres siglos de Colonia marcan de manera definitiva su estructura socioeconómica e ideológica. La congregación de los tzotzil-tzeltales a partir de 1541 por parte de los frailes dominicos y la implantación del sistema tributario que benefició, en un primer momento, a los encomenderos, y, después, a la Iglesia, estructuró una organización sociocultural cuyas contradicciones principales se manifestaron, posteriormente, en los movimientos milenaristas. Dichos movimientos, más que buscar el regreso a un equilibrio, se expresarían a través de la búsqueda de una inversión de la sociedad colonial. Los indígenas pretendieron, en términos sociales, convertirse en ladinos y, a la vez, convertir a éstos últimos en indígenas. Siendo el ámbito religioso el que domina el espacio de las relaciones socioeconómicas, es a través del mismo que se manifiestan los movimientos indígenas. La inferioridad religiosa en que los mantenía el sistema colonial fue interpretada por los indígenas como causa de la situación económica y social que padecían y la solución que encontraron fue, entonces, adueñarse de la religión de los dominadores… La comunidad étnica no es, en la mayoría de los casos, un espacio democrático. Quinientos años de dominación han generado en su interior instituciones autoritarias y antidemocráticas. Manifiestan una cultura resultado de la marginación y la opresión. El respeto y la defensa de las costumbres por todos nosotros no deben atentar contra los derechos y conquistas que los mexicanos hemos tenido como un todo y, dentro de estos derechos, el de la libertad de creencias es uno de los fundamentales [“Chiapas: política y religión (vivir para creer), en
México Indígena, núm., 19, abril de 1991, pp. 19 y 22].
Los indígenas protestantes retaron, no sin enormes cuotas de sacrificios, la simbiosis política/religiosa (congelada por el esencialismo ahistórico), y decidieron construir una historia diferente. Mostraron que no existen destinos ineluctables, ya que al apropiarse de una propuesta religiosa inicialmente externa como el protestantismo, y reelaborarla para sí mismos, dejaron constancia de que para nada son seres inermes sino plenos participantes en la construcción de una nueva identidad.
Es obvio que las primeras incursiones del protestantismo en América Latina nos vinieron de afuera, como muchas otras ideas. Pero muy pronto la identificación y compromiso de los creyentes evangélicos comienza a darle un cariz endógeno a su fe. Más por intereses políticos y anteojeras ideológicas, que por fidelidad a los datos comprobables, los acusadores de que el protestantismo tenía tras de sí “el oro de Washington” dejaron de ver lo que en realidad estaba sucediendo en el campo religioso latinoamericano.
Los señalamientos de dependencia externa y una especie de
minoría de edad mental de los conversos (“se convierten a una religión extranjerizante”, “los engañan y/o compran los misioneros”), fueron, y son, consignas en extremo endebles. Las provoca el desconocimiento, el prejuicio y, a veces, la animadversión enconada disfrazada de celo por lo autóctono. La verdad es que, en un símil tomado de la economía, desde un principio la implantación protestante fue resultado de que los conversos
no fueron solamente consumidores de bienes simbólicos de salvación, sino también intensos productores de los mismos.
El protestantismo latinoamericano creció por el activismo de sus integrantes comunes, mediante la evangelización hormiga. Aunque a un sector del evangelicalismo le gusta exaltar a los TVevangelistas, y sus masivas campañas mercadotécnicas como factores de la gran expansión evangélica de las últimas décadas, es el sentido misionero de miles y miles de sencillos creyentes lo que ha esparcido con más efectividad el mensaje evangélico. Ese sentido misionero primero fue local, después regional, poco después se atreve a cruzar fronteras geográficas cercanas y actualmente tiene presencia en todo el mundo.
Ya sea manera organizada, a través de iglesias y organizaciones que apoyan los esfuerzos, o de formas espontáneas (aventuras personales), e inicialmente por vías distintas a las convicciones religiosas (los exiliados por razones económicas en Estados Unidos y Europa); los protestantes latinoamericanos son una fuerza misionera que está reconfigurando al conjunto del protestantismo mundial.
Su vitalidad, a los lugares donde llegan, levanta entusiasmos pero también suspicacias. Los nuevos advenedizos llegan del sur pobre al norte rico. Su teología no está completamente estructurada, en términos académicos y producción escrita, pero parece que obtienen logros negados para otros.
Edifican comunidades de creyentes protestantes/evangélicos en el corazón de la vieja Cristiandad o en las entrañas de la antigua potencia protestante. A su paso dejan sabores de azúcar morena, coloridos que lastiman las pupilas habituadas a la austeridad cromática, ritmos alegres y cadenciosos, aromas de frutas tropicales. Desde la periferia llegan a los centros de poder económico y político, arriban a donde nadie desde adentró les invitó. Demuestran que el protestantismo latinoamericano está en otra etapa, en la de ir por los caminos de todo el mundo.
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