Me dejo envolver por un aire como de plastilina. Comiéndome el paisaje con los ojos. Voy igual de veloz que en Arizona, pero con la vista a ambos lados de aguas de distintos tonos. A un lado sigue existiendo el Pacífico.
Al otro el lago de Nicaragua. Aún no se ha borrado del retrovisor la imagen de las palmeras franqueando mi escapada hacia el sur. No quiero bajarme del automóvil más que para cubrir las necesidades justas.
El sol sobre “los dos grandes depósitos de agua”, como llamaban los antiguos, me deslumbra con destellos inesperados. A veces veo casas construidas a unos metros de altura; supongo que para no tener problemas con las crecidas de la laguna, aunque poco después me informo y descubro que esta zona es más bien seca.
El interior del coche huele a indio viejo. Abro las ventanas y tomo un trozo de mango que he cortado como he podido, sin saber qué hacer con el enorme trozo de hueso. El dependiente del puesto donde lo compré dice que hay quienes lo dejan secar al sol y fabrican amuletos con él. Pero me sigue pareciendo lo suficientemente grande como para llevarlo colgando. Él me responde que los amuletos no sólo se dejan colgar, que también pueden dejarse sobre una mesa. O como sujetapapeles, se me ocurre. Él me mira y niega con la cabeza. Me regala un trozo de yuca. Le compro también el sombrero de paja. Me ayuda a encontrar en el mapa la ruta más adecuada para atravesar el país. Me gusta el mango. La yuca sigue intacta.
Un nuevo destello marino me hace apartar la vista hacia la izquierda. Aprieto los párpados y reduzco un poco la velocidad. El instinto me manda una señal de alerta, y logro frenar el coche justo a tiempo, cuando veo una silueta que parece arrojarse sobre mí. Derrapo y las ruedas chillan a la vez que sueltan un tapacubos que me adelanta y se aleja sin remedio.
Al dar el volantazo, me agito como un caramelo dentro de una bolsa en manos de un niño. Cuando respiro de alivio al ver que no ha pasado nada, me apeo y veo que un hombre está en cuclillas en medio del asfalto.
- ¿Se encuentra bien? Siento no haber prestado atención… - digo, aunque convencido de que ha sido culpa del otro.
- No se preocupe –responde, en un perfecto inglés, y me enseña una dentadura del color del banano–. Soy peregrino.
- ¿Peregrino?
- Voy a la demanda de Santiago…
- Ah… - y me quedo mirando la carretera, decidiendo si continuar viaje, o preguntar al peregrino si necesita que le lleve. Pero él ya está dentro del coche cuando me giro.
- Es en Jinotepe…
- Ya… pero ya he pasado por… no importa –siento una punzada de culpabilidad y misericordia, y le hago caso. Sin darme cuenta, hago lo que me dice– Jinotepe no está tan lejos…
- Bien.
- Bien.
Es un tipo curioso. Responde al nombre de el Errante. Hay muchas peregrinaciones a lo largo y ancho de Nicaragua. Los hay que van a pie, en bicicleta, nadando. El Errante busca en los compartimentos del coche por si hay más comida. Le dejo otro mango, que pela con gran maestría gracias a mi pequeña navaja. Lo hace como si no existiera en el universo nadie salvo él y el mango.
Le pregunto cosas, y no responde. Cuando habla, me doy cuenta de que ha ido almacenando mis inquietudes, las ha rumiado como el mango, cuyo hueso ha dejado limpio.
- Vengo de allí, del agua -en algunos momentos, cambia las s por las j. Debe ser parte del acento de por aquí. Sería más curioso para mi si conociera bien el idioma.
- ¿De la laguna?
- De la selva, sí… De
Los Guatuzos –yo repito sus palabras, y él me corrige hasta que pronuncio Guatuzos a la perfección–. Bueno, vengo del norte también, y de Carazo, donde vive el apóstol Santiago. Viajo a Jinotepe, porque la recompensa es grande. Y he de permanecer hasta que el santo baje. Ya hay quien baila Los Diablitos…
- La verdad es que no comprendo muy bien lo que dice… -y por vez primera, observo que va envuelto en una suerte de bandera sandinista. Me preocupo un poco cuando le veo limpiarse las uñas con la navaja, como si de un hueso de mango se tratase, aunque finalmente veo que no tengo nada que temer cuando guarda la navaja y apoya la cabeza en la ventana, perdiendo su mirada en el caminar imperturbable y líquido de la carretera.
- Yo tampoco –deja escapar el Errante entre sus labios de arena. Palmeras y más palmeras.
Silenciamos el viaje. Lo cierto es que ni él ni yo somos de aquí o de otra parte. Además, somos barro frágil, y una parte importante de agua. Aquí nuestra condición que nos hace sentirnos pequeños ante la enormidad, la extensión, de América.
El Errante comienza a roncar. Debe estar agotado. Paro un momento. Le arreglo la bandera, le tapo el cuello con la F para que no coja frío, y tiembla un rato hasta que el sueño le vence del todo.
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