Yo creo que se trata de otra cosa. Desde que rodeé la ladera del volcán de Santa Ana, me he sentido débil. Ante la idea de pasar junto a él, sin subir, pensaba que no necesitaría la ayuda de nadie. No fue una ruta difícil. Apenas me hice unos rasguños en las piernas por culpa de algunos rastrojos. Pero no era la dificultad o peligros del terreno lo que había que sortear.
Resulta que uno de los cuatro cráteres del volcán contiene una laguna de sulfuro que despide algunos gases perjudiciales y molestos incluso para quienes pasan cerca de su ladera sin protección.
No son las cosas que vemos las que nos influyen. Sólo las cosas invisibles pueden transformar nuestro interior.
Al continuar hacia el río Lempa, el Cuscatlán, el lugar de las cosas preciosas, vadeando bosques nebulosos, cocoteros y largas cortinas de cañas de azúcar, comencé a sentirme mareado. Las mejillas me ardían y no dejaba de temblar. Caminé lento y torpe, tropezándome con cada piedra mediana que se cruzaba en mi camino, y viendo al sol morir y renacer tras los árboles más altos.
Perdí la noción del tiempo, siguiendo un camino gravoso e infinito hacia un turbio horizonte, y rodeado del mismo paisaje, impuesto como un mural sólido, como un teatro rocoso a punto de aplastarme. Llegué al borde de un pequeño acantilado, y allí, superado por el mar, me desmayé. Y al fondo una canción que creía olvidada:
i´ve been here and i´ve been there and i´ve been in between(1).
Lo llaman fiebre del trópico. Aunque poco importa el nombre que se le ponga a mi desvanecimiento. Cuando despierto, un buen prójimo al que no he conocido, me ha dejado sobre una cama mullida en una habitación sencilla. Me incorporo y sobre la cama hay una arruga que se parece al cráter de Santa Ana. Invisible: desde el cielo, podemos llegar a ver una persona, pero no podemos ver lo que ella cuando se detiene un momento en ese camino y se agacha a recoger una pequeña piedra o jirón de cabello de tierra; no podemos ver los detalles, ni las irregularidades del terreno.
Me muevo inquieto por la habitación. Huelo a sudor antiguo. Salgo al balcón, y veo la playa vacía, hecha como de azúcar moreno. En una esquina, entre palmeras delgadas, veo un pequeño faro de madera, casi infantil. Es curioso, pero siempre que me acerco al mar, acabo por ver un faro cerca, como si la imagen del faro hubiera estado pensada para mi, y yo no tuviera que forzar siquiera el valor simbólico de esa imagen.
Bancos de arena se extienden en forma de corazón cerca de la orilla, circundados por desechos de moluscos. Algunos lanzan sus cañas y redes desde las formaciones rocosas dispersas. Respiro tranquilo por una vez. Escucho el casi silencio de la marea suelta, libre, cuyas ondas también son invisibles. Invisible es el oxígeno que respiro, y hasta la presencia humana que no dejo de oír sentir en las habitaciones adyacentes.
Invisibles también son hoy las heridas y los estragos de la fiebre. Pero se sienten. Para bien o para mal, se siente el dolor invisible. Se siente el vértigo junto al borde de un precipicio. A lo mejor deliro, pero se siente la lejanía de la fe cuando se interponen distancias y se mira para otro lado, y se pretende que esta vida, y todo lo que hay en ella, no es responsabilidad nuestra. Tiemblo, pero no es la fiebre.
Fuera, el país se recupera lentamente de esa otra fiebre que ha durado doce años. Una fiebre que se ha llevado casi cien mil vidas.
1) “He estado aquí, y he estado allí, y he estado en medio” (Nota del Traductor)
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