Eso pienso, la mirada fija en el suelo pardo y gelatinoso, oyendo explicaciones y comentarios frugales pero precisos como la mano de un cirujano por parte de mi guía, Walter. Todo mientras subimos lenta y trabajosamente por la ladera que da a la parte del valle que acaricia Alotenango, la zona más transitable de ascenso al más empinado de los tres monstruos que vigilan Antigua. Al menos, es lo que el explorador Fuentes y Guzmán dejó por escrito en el siglo XVII.
Desde entonces, nadie ha probado realmente si esto es así, pues tampoco hace falta: desde abajo ya se sabe que la subida será dura, incluso a caballo. Puede que más duro sobre los lomos de mi corcel, cuyo pelaje se parece al de la tierra, como si pretendiese mezclarse con ella; el pobre resopla y yo le susurro palabras de ánimo, insistiendo en bajar cuando parece que ciertos golpes de viento nos enviarán abajo a la menor oportunidad.
Es cuando me vienen a la memoria algunos versos de mi pequeño libro escondido al fondo del macuto.
“… y vino un viento grande y poderoso, que rompía los montes, y pulverizaba las piedras; pero Dios no estaba en el viento.”
El 11 de septiembre de 1541, este volcán destruyó la antigua capital de Guatemala.
Los españoles llamaron volcán de Agua a este lugar desde este hecho. Todos le llamamos volcán de Agua.
El nombre de Agua viene de la acumulación de lodo de las faldas del volcán, cuya corriente se hallaba contenida por un dique natural que no resistió los temblores del volcán, cuyas entrañas se agitaban y contraían como un corazón enorme de roca que luchaba por salirse de su cuerpo.
Sin embargo, no conocemos ningún volcán que esté hecho de piedra y agua rabiosa.
“Y tras el viento, un terremoto; pero Dios no estaba en el terremoto.“
Desmontamos de los caballos. A partir de este momento, hemos de continuar a pie. Entre la densa vegetación que no nos deja ver qué color presenta la cúpula celeste. Hay trechos que dejan un poco más de libertad, y hacia ellos hemos de abrirnos paso. Rompemos maleza, herimos ramas y senderos verdes que sangran savia. Los mosquitos nos debilitan. El calor nos debilita. La sed va cobrando forma. Oímos agua corriendo en hilos a lo lejos. Walter es el único que sabe cómo llegar. Yo sólo me limito a seguirle y a no ser lo suficientemente torpe como para hacer que tenga que andar tras sus pasos, que pronto se borran por el viento y el aire enrarecido.
Para distraerme, atiendo a las hojas únicas que se descubren, a las rubiáceas silvestres, a los cantos de las aves invisibles. Trato de visualizar también lo que sucedió aquella noche. Trato de ver el lodo, similar al que hoy piso, o se me agarra, no sé exactamente; pero cuando uno piensa en volcán piensa en fuego, por mucho que no hubiese fuego en la inundación fatal. Tan sólo alguna llama minúscula, insignificante, en el interior de alguna casa que formaría parte de la cena tardía del gigante de la naturaleza.
“Y tras el terremoto, vino un fuego; pero Dios tampoco estaba en el fuego”
Contemplamos desde lejos Santa María de Jesús, el pueblo más cercano a la cumbre, y empezamos a dejar atrás los zumbidos de unos espontáneos repetidores de telecomunicaciones que pronto se pierden en el bosque virgen, haciendo que dudemos aún de si lo habíamos visto o era nuestra mente la que había inventado esas balizas que todavía nos conectaban con la civilización.
La vegetación se va despejando, y tras unas horas en silencio sepulcral, nos acercamos a la cima. Walter afirma que pronto también aquí llegarán esos repetidores que dejamos (o no) abandonados. Yo no tomo muy en serio esta sentencia, pero sólo por aparentar, pues en el fondo estoy de acuerdo. Nos aproximamos a una laguna y descansamos. El aire aquí es más fresco, más limpio, y sus efectos desgastan en mayor medida al que aspira a subir. La pendiente se va empinando hasta que casi tengo que apoyar las manos en el suelo. Los tobillos se me hinchan. Otra vez nos envuelve la lluvia, que cala hasta los huesos. Nos detenemos a temblar, a comer algo de las provisiones: queso, maíz y pan negro. Llegamos a una segunda laguna y los sentidos despiertan cuando nos giramos y miramos el mundo desde la perspectiva de la pequeñez, de ser tragados por el conjunto del panorama.
“… y tras el fuego, un murmullo tranquilo y delicado.” (
1Reyes 19: 11-12)
Y entonces vemos un poco más las cosas como debe verlas ese Dios que no estaba ni en el temblor, ni en el fuego, ni en la piedra, ni en el viento, sino en la caricia, en el susurro.
Una vez más, el impetuoso cambio, y todo lo importante, ocurre en el interior, en el arrullo contenido del alma sedienta, que se envuelve en un cuerpo dolorido por el ascenso a esta terraza imbatible, cuya piscina de nubes para nada esponjosas reduce a la mitad el tiempo que esperábamos pasar haciendo una sola cosa, quizá la más difícil de subir hasta aquí, la que pide un mayor esfuerzo: olvidarlo todo y observar.
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