Se creía que insectos, gusanos, anguilas o ranas surgían de manera natural en el barro, mediante la transformación de la materia inorgánica en orgánica. Cuando se comprobó que esto no era así, el ámbito de la generación espontánea de la vida se fue reduciendo cada vez más.
Louis Pasteur se dio cuenta de que si se protegían convenientemente los alimentos, éstos no eran capaces de generar microbios ni insectos, por lo que en 1862 demostró definitivamente que la generación espontánea era una quimera. No obstante, tal teoría fue asumida por los partidarios del darwinismo, como Ernst Haeckel, para explicar el origen de las primeras células. En aquella época se creía que la célula era un simple grumo de carbono que había surgido por evolución de la materia inanimada. Hoy se sabe que las células son mucho más complejas de lo que se creía entonces.
Cuando a mediados del siglo XX, los partidarios del evolucionismo realizaron una serie de reuniones interdisciplinarias para poner al día las ideas de Darwin, se realizó una síntesis evolucionista entre materias como la genética, la paleontología y la sistemática, creándose así la teoría neodarwinista que constituye la base del pensamiento evolucionista actual. Sin embargo, hubo disciplinas como la citología y la bioquímica que no se tuvieron en cuenta en tales congresos, por la sencilla razón de que prácticamente no existían.
Han pasado los años y estas últimas materias han avanzado mucho, demostrando la alta complejidad de las estructuras celulares y de las reacciones moleculares que ocurren en su interior. Por tanto,
en la actualidad se está ya en condiciones de interpretar el neodarwinismo a la luz de los nuevos datos que aporta la bioquímica moderna. Si las suposiciones transformistas de Darwin fueran ciertas, deberían ser capaces de explicar adecuadamente la estructura molecular de la vida. Pero resulta que, en el mundo de la bioquímica, se han levantado ya voces diciendo que mediante el darwinismo no es posible explicar la complejidad molecular de los seres vivos.
La serie de experimentos encaminados a demostrar en el laboratorio cómo pudo originarse espontáneamente la vida en una atmósfera carente de oxígeno, desde los aminoácidos obtenidos por Stanley L. Miller hace cincuenta años, hasta la famosa sopa orgánica de Harold C. Urey o los coacervados de Alexander I. Oparin, tampoco ha podido convencer al mundo científico.
Como reconoce el evolucionista, Richard E. Leakey, en el prólogo de una edición de El origen de las especies: “Hay una gran distancia desde esta “sopa orgánica” a una célula viva, y nadie ha logrado todavía crear vida en el laboratorio [...] Considerando que los científicos están intentando comprender acontecimientos que tuvieron lugar hace millones de años, nunca conoceremos la historia completa del origen de la vida” (Darwin, El origen de las especies, Reseña, Barcelona, 1994: 43).
Por mucho que se arreglen los aparatos para obtener aquellas sustancias que se desean, lo cierto es que las condiciones de una Tierra primitiva, como las que supone el evolucionismo, habrían destruido prematuramente cualquier molécula orgánica que se hubiera podido formar. Además, la tendencia general de las moléculas complejas es romperse y convertirse en otras más simples, nunca ocurre lo contrario en un ambiente inorgánico. Este es el gran reto que plantea la polimerización a la teoría darwinista del origen de las macromoléculas vitales.
Por otro lado, existe también una incompatibilidad fundamental entre los aminoácidos que constituyen las proteínas de los seres vivos y aquellos otros que forman parte de la materia inerte. Esta propiedad se conoce con el nombre de disimetría molecular de los seres vivos. Resulta que en la naturaleza cada molécula de aminoácido posee también su simétrica. Son como las manos derecha e izquierda. Los aminoácidos que obtuvo Miller en la trampilla de su aparato diseñado para tal fin, tales como glicina, alanina o ácido aspártico, eran de esta clase. Es decir, pertenecían a las dos formas, derecha e izquierda, o como se dice en química, eran dextrógiros (D) y levógiros (L). Sin embargo, las células de los organismos vivos solamente utilizan aminoácidos de la forma L sin que nadie hasta ahora pueda explicar por qué. De manera que la mitad de las moléculas obtenidas por Miller eran de la forma D y la otra mitad de la L. Por tanto, nunca hubieran podido dar lugar a las proteínas de los seres vivos que siempre son L.
La cuestión es obvia, si la materia viva procede tal como supone el evolucionismo de la materia inerte, ¿cómo explicar que sólo posea aminoácidos de la forma L? ¿Cuál es la razón de esta singular selectividad de los seres vivos? El darwinismo es incapaz de dar una respuesta coherente ya que la hipótesis de la generación espontánea de la vida no puede ser demostrada.
En cualquier caso, incluso aunque algún día se llegara a fabricar en el laboratorio alguna macromolécula biológica o alguna pequeña célula, esto no demostraría que al principio hubiera ocurrido por generación espontánea y debido sólo a las condiciones naturales. Más bien se confirmaría que detrás de la aparición de la vida o de las moléculas vitales, tiene que existir necesariamente una inteligencia capaz de dirigir, controlar y hacer posible todo el proceso. Igual que para la obtención de aquellos famosos aminoácidos fue precisa la intervención del señor Miller, el origen de la vida requiere también la existencia de un Creador inteligente.
Entonces, estamos ante un callejón sin salida desde el punto de vista del darwinismo ¿o no?.. La semana que viene veremos seis teorías sobre el origen de la vida.
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