Así que resulta susceptible de análisis que el cristianismo protestante que hoy vivimos, en España al menos, se caracterice por una tendencia que se inclina más hacia el espíritu de Judas que hacia el de Cristo, que era quien guiaba a los discípulos y da razón de ser al cristiano. A saber, este espíritu del Iscariote se caracterizaba por convivir con los escogidos, compartir el pan y conocer la Verdad y la Palabra; pero fue llevado por la codicia -raíz de todos los males- que le hizo inclinarse a la idolatría, esto es almacenar tesoros materiales, robar a los pobres, especular con los ricos, aparentar ser discípulo y tener un perfecto plan imperfecto apto para la autodestrucción.
Hoy ese espíritu sobrepasa con creces el porcentaje que Judas representaba entre la “manada pequeña” (
Lucas 12: 32). Muchas son las personas e instituciones que practican el oficio de Judas; es más, pocas son las que tienen ya no comunión, sino relaciones, con otras. Excepto si responden al mismo criterio o están en la misma denominación.
En España el protestantismo siempre fue marginal, como ya exponen en un sinnúmero de publicaciones y artículos nuestros autores. Desde la instauración de la democracia hemos crecido considerablemente y en la misma proporción de ese crecimiento las diferencias, el
ninguneo, las descalificaciones, las críticas, los juicios, (incluso desde los púlpitos), los debates vergonzosos en revistas creadas supuestamente para servir de edificación o los asuntos llevados a juzgados y a páginas de Internet.
Ya no sólo nos atacan desde posturas no protestantes, sino que entre nosotros mismos nos traicionamos, nos golpeamos, no tenemos ni practicamos la misericordia (aunque sí queremos “mostrarla” mediante solidaridades encubiertas a favor de la causa homosexual, en pro de diversas prácticas abortivas o enarbolamos temas de interés general que permiten acompañar al “progreso” en la misma línea de la sutil actuación política de turno que genera, a la postre, premios en forma de subvenciones o cotas y parcelas de poder humano). Empleamos eufemismos y delimitaciones lingüísticas para hacer una clara diferenciación con tal de que no nos metan a todos y a todas en “el mismo saco”.
El protestante quiere diferenciarse del evangélico y éste del pentecostal. Y viceversa. Como si no fuéramos todos descendientes y herederos de la misma Reforma o como si se tuviera más prestigio o credibilidad por acaparar una etiqueta designativa. Algunos se quieren tornar más reformados que los propios reformadores, mientras otros se unen a los poderes fácticos o a la clase dominante con tal de acceder a los tesoros, sea de los discípulos, de las iglesias, de las entidades o de las instituciones religiosas que nos representan a los que decimos que somos seguidores de Cristo.
Publicamos lo que sea y como sea, contrario a la Reforma inclusive, con tal de que aumenten nuestras arcas. Montamos nuestros mercadillos de
marketing, aludiendo evangelización, para ganar prosélitos, proponemos actividades de formación o de enseñanza a precios de academias privadas, alardeamos de la cantidad de iglesias que abrimos y “miramos para otro lado” cuando el vecino o el hermano caído reclaman nuestra atención. Pretendemos hacer “obra social” para que vean que “somos buena gente” y originamos una beneficencia que lleva al parasitismo, porque queda bien que tengamos o hagamos obra social; cuando ésta es, o debe ser, algo más que repartir comida y ropa (y jamás a cambio de ocupar asientos vacíos). Hemos caído en la trampa al imitar las actitudes del Iscariote. No todos ni todas, no. Pero sí un número considerable.
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Alguien escribió, hace cuatro años, lo que pretendía ser un ensayo aunque está lejos de serlo, acaso sencillo artículo de opinión, intitulado “Las iglesias evangélicas y la España de hoy”. Lo que se dilucida después de una primera lectura es un claro guiño hacia la Iglesia católica y al ecumenismo a cualquier precio; el autor se torna portavoz de las iglesias evangélicas en los ámbitos social y espiritual y aboga al “ímpetu del Espíritu Santo”. Por contra, desestima a personas que trabajan para la extensión del Reino de Dios en España y arremete contra los gimnasios (a donde deberíamos ir muchos cristianos y muchas cristianas que estamos descuidando la salud física y la forma) y contra las civiles Organizaciones No Gubernamentales. Sin embargo, sostiene que “la Iglesia Evangélica en España pueda desplegar un testimonio mucho más enraizado en este país”.
Pero si no es con amor entre los discípulos, nada de nada. Si tengo todo (conocimiento, ciencia, estrategias, bienes, etc.), y no tengo amor, de nada me vale, deja constancia la primera carta a los corintios en su capítulo décimo tercero. Así que
menos anhelos de alcanzar cotas de relevancia o poder en esta sociedad española y más coherente relación confraternal que refleje el cumplimiento de las Sagradas Escrituras en nuestras vidas diarias.
También hace mención de “las pequeñas iglesias evangélicas (…) que todavía se creían el bastión de una verdadera espiritualidad de seguimiento a Cristo”. Y, en este sentido, sí que pido un poco de respeto por nuestras pequeñas comunidades en las que estamos trabajando duro por ser un testimonio fiel de Cristo en los lugares más desfavorecidos; podríamos adentrarnos más en las iglesias grandes -con pequeña membresía- por si cabe la posibilidad de darles un uso más apropiado, para con ello alcanzar ese pretendido auge social que anhela nuestro autor.
Por otro lado, aconseja salir de “la tutela chantajista” de muchos dirigentes para “ejercer ministerios con las capacidades de persuasión y convencimiento antes que con la amenaza” (algo que es fácil de aconsejar y difícil de llevar a la práctica fuera de las páginas escritas). Con esto parece olvidar no sólo al Espíritu Santo mencionado, sino que denota con este posicionamiento lo que es persuadir: convencer razonando. Y si damos protagonismo excesivo a la razón olvidando que
“el Evangelio es locura al que se pierde” (
1 Corintios 1:18), volvemos al debate sempiterno.
EL EVANGELIO ES PODER DE DIOS, NO PODER HUMANO.
Y para terminar con la mentada narración propone que los evangélicos nos “involucremos más activamente en el área de toma de decisiones y nos comprometamos más con los poderes públicos” (y, claro, cuando salgan a la luz tramas corruptas seamos todos afectados por el beneficio efímero de algunos y algunas). Describe a un importante organismo “canalizador de recursos y catalizador de estrategias” y lo compara con el Consejo Mundial de Iglesias -en el símil de un pretendido Concilio Español de Iglesias-.
Aconseja “salvar algunos obstáculos importantes” como es “el secular anti-institucionalismo de las Iglesias Evangélicas Españolas”.
Gracias que
Jesús no formó parte del Sanedrín, ni participó del institucionalismo sacerdotal (a pesar del majestuoso templo y de las sinagogas)
y arremetió contra escribas y fariseos. Porque
alguien tiene que denunciar la injusticia con el fin de que se extienda el Reino de Dios; aunque sea clavado en un madero por la propia institución gobernante con el asentimiento de los poderes fácticos, como cómplices en la sombra. Alguien debe advertir del “ímpetu del espíritu de Judas” y llamar la atención para que seamos prudentes y no caigamos más en los hábitos del Iscariote dentro del protestantismo español.
Si no es el amor el canalizador de los recursos y el catalizador de estrategias, el don que predomine entre los que nos llamamos cristianos y cristianas, de nada servirá lo que hagamos. Amemos a Dios y amemos al prójimo. Y dejemos que Dios haga su parte.
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