Pedir perdón es fácil, como ejercicio vocálico; lo difícil es hacerlo con un sincero convencimiento ante el Juez de la Verdad. Perdonar es sencillo, como ejercicio cotidiano; lo infrecuente es olvidar (señal que solemos interpretar como determinante del verdadero perdón). Olvidar es casi imposible para un ser humano al que Dios ha otorgado memoria. Sólo Dios olvida (
Jer 31:34 y Heb 10:17).
Cuando recordamos con frecuencia el mal causado es que verdaderamente no se ha perdonado al modo que Dios lo hace. El acto de perdonar libera a quien ha causado el daño u ofensa; a Dios corresponde, si es su voluntad y si procede, juzgar a quien origina el dolor. Si por algo es costoso este hecho actor del perdón es más bien por nuestro limitado, pobre y humano, concepto de justicia que difiere algo más que en esencia de la Justicia divina (
Ro 12:19).
Al perdonar nos despojamos de amarguras y éstas son las que verdaderamente van minando nuestra salud espiritual hasta acabar, paulatinamente, con nuestra propia vida.
No es un sentimiento; antes bien, un acto volitivo y un mandamiento. Obtenemos y ofrecemos libertad al hacerlo y nuestros sentimientos son restaurados del agravio causado.
Perdonar, por consiguiente, depende de nuestra voluntad. Aunque la Biblia en numerosos pasajes de ambos Testamentos y en palabras de Jesús nos orienta al respecto,
el perdón debe emanar de nosotros mismos y refiere una actividad personal e intransferible. Como acto que es de la voluntad individual del ser humano, beneficia o perjudica su buen o mal uso. Por otro lado,
como ejercicio comunal, la ausencia de perdón (pecado) suele afectar a las comunidades de creyentes cuando arrastran esa pesada carga durante años. Sólo el verdadero arrepentimiento nos da la convicción de la necesidad de pedir perdón (a Dios, a los hombres o a nosotros mismos) y no estar dispuestos a ello indica que incumplimos un mandamiento (
Ef 4:32) y que, de hecho, rechazamos el amor de Dios que se aloja en dicho perdón.
El perdón es terapéutico. Libera, sana y limpia, no sólo a los afectados, antes bien, a toda una cadena de sufridores indirectos. Si ansiamos crecimiento debemos empezar por decrecer como individuos, y menguar en nuestro ego, para contagiar a la colectividad con un buen testimonio; así, decreciendo y volviendo a la raíz de las heridas para buscar la definitiva cura, hallaremos el auténtico perdón: el que deja una leve cicatriz cruciforme, apenas perceptible, que pasará a formar parte de nuestra estética espiritual y nos embellece ante Dios.
Jesús afirmó con rotundidad:
...perdonad, y seréis perdonados (
Luc 6:37). El Maestro sigue siendo el sanador por excelencia, de nuestras heridas de hoy y de las llagas de ayer (y de aquellas que apenas imaginamos); él pidió perdón por nosotros en el “Padre Nuestro” (
Luc 11:1-4) y en la misma crucifixión exclamó, antes que una más que comprensible queja de dolor:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (
Luc 23:34). A nosotros nos queda la responsabilidad de perdonar primero, para después pedir perdón a tantos y a tantas que hemos causado daño, directa o indirectamente. No debemos olvidar que el perdón va unido inseparablemente al sacrificio que Jesús hizo por nosotros en la cruz.
Estar dispuestos a perdonar es un claro indicativo de la previa comprensión del arrepentimiento que procede, sin lugar a dudas, del perdón que el Señor nos ofrece cada día.
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