Ahora se crece verticalmente. Tiene una pequeña playa con pequeñas palmeras, que una vez recibieron a los españoles en el siglo XVII.
Entonces, Pedro de Alvarado regaló a Canek, al rey maya, un caballo hermoso y regio con lengua y ojos de fuego, y espíritu noble. Acto seguido, trataron de convertirles en cristianos. El intento se saldó con la destrucción de dos templos, con los que se intentó construir otro “más apropiado”, pero al que nadie acabó acudiendo como lugar donde hallar la paz.
No hay que apresurarse a la hora de buscar culpables, pues los recién llegados creían hasta los tuétanos que abrazar la cruz romana era la única forma de alcanzar una vida plena, y el contraste de aquella cultura física, primal, arcaica… adoradora de raras criaturas azules, y de caballos disecados, debió suponer un esfuerzo de comprensión difícil de abarcar. Lo cual no justifica tampoco el empeño excesivo, a menudo enfermizo, por “convertir” a los lugareños, por tomar el lugar correspondiente a Dios en el proceso de la fe.
En estos y otros pensamientos menos profundos me balanceo, mientras siento oscurecer el día, plomizo y envuelto en una nube que parece formada por la suma de los alientos que los visitantes de esta tierra hemos exhalado desde el principio de nuestra estancia.
Huele a café y a miel silvestre. Circulo sin pausa, sin prisa también, azarosamente, por calles que se van llenando a medida que me desplazo hacia el Parque de Flores. Sigo sin hallar un espacio libre, ese espacio que hay en toda ciudad donde uno se olvida de que se halla, efectivamente, en una ciudad, con toda su efervescencia e insomnio. Calle desolación aparece otra vez, cuando doblo una esquina, para encontrarme como en medio de una autopista en hora punta: el continuo trasiego de turistas, los mismos puestos ambulantes con los mismos sombreros charros, la sensación de pisar el mismo suelo que la anterior ciudad turística de la ribera maya, aunque no haya pasado por aquí nunca… todo se reúne y conjura para provocarme ese desasosiego al que sólo escaparé cuando me encuentre en soledad.
He tenido que encontrarme en el centro de la multitud, para entender que en este momento, es decir ahora, he de caminar solo. Por mucho que mi vida espiritual, esa vida por la que realmente decidí que valía la pena viajar… esa vida, se viva entre individuos. Puede resultar paradójico, o contradictorio, y sin embargo, ahora veo el sentido de que me sienta empujado a caminar sin rumbo, sin destino fijo. Sencillamente, debo limitarme a avanzar; no salirme del camino. No es mi misión ver el final, ni siquiera desearlo. Mi misión es observar lo que sucede, exprimirlo, y beber su zumo de realidad.
Miro el mapa castigado, que empieza a resquebrajarse desde su centro.
Antigua está bastante cerca. Siento la necesidad, el
pinchazo, de ver qué encontraré allí.
Es la llamada de la selva perdida, que me necesita, de algún modo.
Hay lugares donde el dolor no puede alcanzarme.
Una vez abandonada, ya vista desde lejos, la diminuta isla es como un corazón lleno de seres humanos. Seres que lo mantienen con vida, tan sólo con permanecer en su interior, oxigenándolo con un devenir apresurado e involuntario.
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