Por su parte el integrismo es panóptico: todo lo incluye en su ojo vigilante, como lo adelantara literariamente George Orwell, en su libro
1984. El integrismo sanciona cada pensamiento y conducta de acuerdo con un canon bien establecido por los intérpretes de los textos sagrados, sean religiosos y/o políticos. En cuanto a la intolerancia, ésta es casi consustancial a cada grupo humano; la variante es la forma en que se exterioriza, ya sea como un simple movimiento negativo de cabeza o mediante actos que buscan la desaparición de los diferentes.
El fundamentalismo debe su nombre a una reacción dentro del protestantismo conservador estadounidense, que a principios de siglo XX produjo una serie de libros titulados
The Fundamentals. El objetivo de los volúmenes era fijar las verdades del cristianismo frente a los avances del ala liberal protestante, la que cuestionaba, o negaba, la dimensión sobrenatural de algunas enseñanzas bíblicas. En consecuencia, como ha dicho Umberto Eco, el fundamentalismo es antes que todo un “proceso hermenéutico ligado a la interpretación de un libro sagrado”. Por supuesto que el fundamentalismo existió mucho antes de los primeros años del siglo pasado, pero es a partir de entonces cuando la postura que toma literalmente los postulados bíblicos, o de cualquier texto tenido por divino, llega a ser conocida con aquel concepto.
Fundamentalistas hay en todas las religiones, pero esto no tiene por qué ligarse, necesariamente, a posturas agresivas o imposiciones éticas a quienes tienen otras creencias y prácticas. Por ejemplo, grupos que se consideran poseedores de la verdad, y practican una clara diferenciación entre ellos y el resto de la sociedad, pueden ser, o no, imposicionistas para con los “del mundo”. En buena parte de tales grupos se ingresa por conversión, y acto seguido se establece un compromiso del converso en las tareas de difundir su nueva fe. Se espera que los postulados éticos de la creencia sean practicados por los integrantes de la agrupación, pero no por los de afuera porque carecen de la internalización de los principios doctrinales/éticos que solamente da la experiencia conversionista. El compromiso es voluntario y, por tanto, el integrismo (definido como la disposición a practicar las enseñanzas religiosas en cada aspecto de la vida cotidiana) es limitado, ya que está circunscrito a quienes conforman el grupo.
Muchas veces hay confusión entre fundamentalismo e integrismo, y se les toma por sinónimos. Nuevamente recurrimos a Umberto Eco para clarificar el malentendido semántico: “Por integrismo entendemos una posición religiosa y política, a la vez, que persigue hacer de ciertos principios religiosos un modelo de vida política y la fuente de las leyes del Estado” (“Definiciones lexicológicas”, varios autores,
La intolerancia, Ediciones Granica). En este sentido son integristas organizaciones católicas como El Yunque, en México, Osama Bin Laden y sus huestes, la Christian Coalition, organismo conservador estadounidense, y un muy amplio abanico de agrupaciones que buscan imponer mediante las estructuras de poder sus convicciones religiosas a toda la sociedad. Todo integrista es fundamentalista, pero no todo fundamentalista es integrista. La que hacemos puede parecer una diferenciación ocioso, de tintes academicistas, pero en el matiz hay una distancia que es importante tener en cuenta al momento de los análisis que conforman nuestras decisiones y actitudes.
Aunque nunca se fueron del todo, en las últimas décadas del siglo XX vimos la resurrección de los integrismos. Mientras parecía constante el avance del Estado laico, con distintos ritmos, por todo el orbe, imperceptiblemente, se iban fortaleciendo los gurús, profetas, iluminados y santones que prometían llegar al cielo por asalto e instaurarlo como realidad factible en las sociedades terrenales. Para ellos, quienes duden de la promesa, la critiquen o desdeñen son infieles a quienes no vale la pena convencer, sino que es necesario someter. En dicha acción todos los medios son válidos. Contra los herejes, sentencian iracundos, cualquier recurso es útil dado el tamaño de su contumacia y peligrosidad.
La intolerancia agresiva, ya sea simbólico y/o física, encuentra terreno fértil por todas partes. Lo mismo entre los rancheros texanos que se organizan para atacar a quienes les parecen indocumentados; que campea en el mundo académico mediante las intrincadas explicaciones del doctor de Harvard, Samuel P. Huntington, en su libro
¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad estadunidense (Ediciones Paidós, 2004), en el cual pontifica sobre por qué Estados Unidos debe revitalizar su herencia cultural fundante y excluir a quienes la amenazan, como los latinoamericanos reacios a convertirse al
American Way of Life.
De la misma manera
la intolerancia florece en algunas comunidades indígenas mexicanas, donde expulsan a quienes se convierten al protestantismo; y se reviste de prestigio académico entre científicos sociales dados a teorizar sobre las razones por las cuales en los pueblos indios deben seguir practicando sus ritos ancestrales y rechazar al “demonio” protestante.
Ante todo esto
es imprescindible reforzar las tareas educativas que difundan el valor de esa frágil virtud que es la tolerancia, la noción de que los otros tienen derecho a elegir y reproducir sus rasgos identitarios. La tolerancia por sí misma no puede enfrentar a sus enemigos, necesita el entramado de las leyes que sujeta los ánimos monocromáticos de los imposicionistas. La construcción de la tolerancia, en el ámbito personal y social, es insustituible en las personalidades y sociedades auténticamente democráticas.
Si quieres comentar o