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Los zarpazos de Patricia

Advertencia: Si usted, amable lector, es una de esas personas que no comulga con las «bronquitis» (de bronca, no de bronquios, como lo entendió mi querido director de P+D, médico al fin, cuando tituló sin comillas en «bronquitis» mi artículo Las bronquitis de Moisés, Semana del 4 de marzo de 2008, ilustrando el artículo con un hermoso par de pulmones) de El escribidor, le sugiero que no lea este artículo
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 30 DE AGOSTO DE 2008 22:00 h

Es curioso pero solo hoy, a siete meses de ocurrido su deceso víctima de un cáncer pertinaz, me vengo a imponer del fallecimiento de la distinguida periodista y escritora chilena Patricia Verdugo. Un hombre de prensa como quien escribe, que se precie de estar siempre bien informado y que quiera mantener las apariencias, no debería confesar tal desliz. No obstante, haciéndolo, no me hago ni más ni menos, así es que, adelante.

El dato me llegó a raíz de un filme-documental titulado El juez y el general (El juez es el distinguido hombre público Juan Guzmán y el general, bueno... supongo que sospecharán de quién se trata) que transmitió una noche de estas el canal público de televisión, PBS, de los Estados Unidos.

De esta producción cinematográfica sí había oído algo pero no dejó de sorprenderme verla ofrecida a todos los Estados Unidos y quien sabe a cuántos otros países del mundo por el canal mencionado. Quizás fueron millones las personas que pudieron ver, o por primera vez o de nuevo, algunas de las innumerables violaciones a los derechos humanos cometidas, a partir del 11 de septiembre de 1973, por las fuerzas armadas y de orden de Chile, todas sujetas al mando desorbitado de un hombre evidentemente enfermo. Enfermo de odio, enfermo de delirios de grandeza, enfermo de debilidades de personalidad y de complejos.

El odio, entre otras muchas instancias, podría resumirse citando a la tristemente famosa Caravana de la Muerte, dirigida por él desde su «bunker» en Santiago y ejecutada a lo largo del país por hombres que le obedecían ciegamente. Como dice el filme que mencionamos, se trataba de matar para escarmiento y en forma indiscriminada a los «peligrosos» adherentes al gobierno del Presidente Allende, elegido legal y democráticamente por la vía del voto popular. Se los escogía al azar de las listas que en cada ciudad habían confeccionado servidores locales leales al golpista. Era necesario sembrar el miedo en la población chilena y, para ello, nada mejor que matar gente torturándolos primero y luego, para acallarlos para siempre, disparándoles uno o varios tiros de gracia. La gran mayoría de los que murieron eran jóvenes cuyas edades iban desde los 18 a los 30 años. Muchos estaban empezando a formar sus hogares en la esperanza de un futuro mejor.

El delirio de grandeza queda descrito en un pasaje de esta película donde se afirma que, como militar, siempre estuvo sometido a una autoridad superior. Su deber era obedecer.

Pero aquí vio la gran oportunidad de su vida de ser quien diera las órdenes y los demás, todo un pueblo, las obedeciera («Si no lo autorizo yo, ni una hoja se mueve en este país» se dejó decir en una ocasión, la misma frase que posteriormente desmintió sus alegaciones de que «yo no supe nada»). Por eso fue que a solo horas de haber reiterado respeto a la constitucionalidad del país apareció dirigiendo una sedición que tiró por la borda la tan cacareada institucionalidad de las fuerzas armadas. El Presidente Allende, a quien de lo más que se le puede acusar es de haber sido demasiado ingenuo y totalmente respetuoso de la Constitución, lo buscó desesperado aquella mañana del 11 de septiembre para que defendiera el estado de derecho que estaba siendo amenazado. Tuvo temor de que le hubiese ocurrido algo. Pero lo que el Presidente nunca se imaginó fue que el hombre que se había mostrado leal hasta ayer, hoy era un traidor liso y llano. Por eso no contestó las llamadas que se le hicieron desde el palacio de La Moneda. Y cuando contestó, lo hizo con rockets y ráfagas de ametralladoras.

Y su débil personalidad quedó de manifiesto cuando, en Londres primero y luego en Chile, se hizo pasar por enfermo para eludir a la justicia que ya le había echado el guante. Un soldado consecuente con el uniforme que viste siempre da la cara a las circunstancias, por más dolorosas que parezcan. Un cristiano que no está dispuesto a morir por su fe no merece ser llamado cristiano. Un político que busca el acomodo según los aires que soplan, que dice una cosa y hace otra, desprestigia este sagrado arte de gobernar y contribuye así al desprestigio de las instituciones públicas.(*)

Volviendo a Patricia Verdugo. No obstante su cercanía al partido Demócrata Cristiano(**), cuando se dio cuenta de las atrocidades cometidas por Pinochet y sus secuaces (recuérdese que, como digo en mi artículo Los inventos de mi país, 16 de octubre de 2007, a Pinochet Isabel Allende lo trata de siniestro) se dispuso a usar su pluma para denunciar tales atrocidades. Y así fue como surgieron, entre otros, dos libros que han hecho historia en el Chile actual: Los zarpazos del puma y Pruebas a la vista, ambos centrados en el quehacer maligno de la Caravana de la Muerte.. Un tercero, Allende, Cómo la Casa Blanca provocó su muerte, tiene como fuente de información los documentos desclasificados de la CIA y a raíz de cuya gestión el entonces presidente Bill Clinton declaró, dirigiéndose a la ciudadanía chilena: «Ustedes tienen derecho a saber qué pasó y cómo pasó» a la vez que el Secretario de Estado Colin Powell afirmaba que «[Esta] no es parte de la historia de los Estados Unidos de la cual nos sintamos orgullosos».

Nunca se sabrá con certeza hasta donde los libros mencionados y muchos otros que han venido apareciendo en Chile, han influido para que los tribunales de justicia sigan buscando procesar a quienes creyeron en un momento que nunca nadie les pediría cuenta. Según informaba un medio internacional, el juez Garzón tiene una lista de personajes que están impedidos de poner un pie fuera de Chile. Porque de hacerlo, les caerá encima la pesada mano de la ley y les ocurrirá lo mismo que a Pinochet o a Podlech.

Como quiera que sea y pese a la poderosa oposición interna, en Chile se están siguiendo los pasos de los tribunales argentinos, que no han descansado hasta hacer justicia a los miles de afectados durante aquel oscuro periodo de la historia en que se persiguió y mató por el solo hecho de pensar diferente a quienes ostentaban el poder y tenían, circunstancialmente, las armas en sus manos.

Que este artículo sirva para rendir un homenaje póstumo a una mujer valiente que, sin militar en el mismo segmento religioso al que nosotros pertenecemos, tuvo una profunda sensibilidad cristiana, siendo esa sensibilidad, precisamente, la que la distinguió de muchos de sus correligionarios que, en su momento, no dudaron en unirse a los alzados en armas y contribuir, consciente o inconscientemente, a establecer en Chile la hora más negra de sus tiempos modernos.

Los zarpazos de Patricia seguirán rindiendo sus frutos en la patria de Allende, de Neruda y del Dr. Hernán Henriquez, asesinado en Temuco y cuyo nombre lleva hoy el Hospital Regional de Malleco y Cautín.



(*) En 1998, todo Chile se impuso de la existencia de un juez y abogado de nombre Baltasar Garzón, magistrado de la Audiencia Nacional de España. El conocimiento que se tuvo de él vino por mediación de un asalto que nadie esperaba a la supuesta inmunidad diplomática del ex dictador chileno Augusto Pinochet quien fue detenido en Londres y permaneció preso (mejor digamos: privado de libertad) por 17 meses acusado de terrorismo, genocidio y torturas. Aquel capítulo se cerró con el retorno a Chile del general «que estaba muy enfermito» como para ser extraditado a España y juzgado por los delitos mencionados. El juez Garzón, a partir de entonces, pasó a ser para el ciudadano chileno una especie de héroe aunque para otros, una especie de malandrín. Como quiera que sea, hace apenas poco más de un mes, el juez volvió a las andadas, deteniendo en España, cuando se aprestaba a viajar a la República Checa al abogado chileno Alfonso Podlech. Podlech alcanzó notoriedad en seguida después del golpe en su calidad de fiscal militar. Con todo el poder del momento respaldándolo y con una ciudadanía atemorizada ejerció sus funciones sin contrapeso. Leemos en Internet una nota escrita, entre otras muchas, por alguien que se firma como Ivette de Santiago y que dice: «Me parece justo y legítimo que si en Chile no se hace justicia como se debe, otro país sí lo haga. Garzón ha dado muestras de no dejar nada a medias. Lo siento por la familia de este “señor” que tiene que defender lo indefendible, y cuidado con que le dé con enfermarse, porque es conocida la “moda” de los achaques en el momento de enfrentarse a la realidad».

(**) En el año 1964, el partido Demócrata Cristiano estaba en pleno auge. Su abanderado en las elecciones presidenciales, Eduardo Frei Montalva, arrasó en las urnas. Y los candidatos a senadores, diputados y concejales salieron triunfantes con una ventaja pasmosa sobre sus más cercanos perseguidores. Incluso hubo quienes fueron elegidos sin haber movido un dedo y gastado un solo peso en promover sus candidaturas. En ese entonces, y en medio de la euforia de triunfo tan espectacular, voceros del partido hicieron una afirmación que todavía resuena en muchos oídos. Dijeron: «Gobernaremos por los próximos 40 años». Y todo el mundo se lo creyó. Sin embargo, cumplidos los primeros seis de los cuarenta años vaticinados, la Democracia Cristiana perdió el poder a manos, precisamente, de Salvador Allende. Los cuarenta años quedaron reducidos a seis. Los politólogos, opinólogos, sociólogos, fabricantes de empanadas y expertos en el Tarot tienen su opinión sobre esta «inesperada» debacle. Yo tengo la mía y la puedo dar a pedido expreso de algún lector. Doy, por ahora, una pista, citando las palabras de Apocalipsis (3.15, 16): «Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío y caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca».
 

 


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