Eso sí, aviso para caminantes, se trata de eso, de una piedra terrosa, capaz de acabar con la paciencia de cualquiera. La fruta, en cambio, ofrece la gran contradicción en la dieta guineana; es abundante, buenísima y no hace falta ni cultivarla: mangos, piñas, bananas –equivalente a nuestro plátano–, bananas –más grandes, y utilizadas para freír, como acompañamiento, no para comer cruda–, papayas –¡una delicia aderezadas con limón!–, naranjas –se suelen comer peladas, cortando la parte superior y succionando el jugo– o cocos. Fruta, pues, por todas partes, pero con un prestigio relativo, ya que no se usa como postre y la suelen comer más los niños, entre horas.
El decorado de la vida comercial también cuenta con muchísimos bares –un concepto generoso, en muchos casos– medio improvisados en cualquier casa de madera, con cuatro sillas, un par de mesas y una nevera, que no siempre refresca lo suficiente. En otros casos, hablamos ya de pequeñas tiendas, como las imprescindibles abacerías, verdaderos supermercados en miniatura que pueden albergar desde comida hasta electrodomésticos, pasando por ropa o utensilios de cocina.
Eso sí, no venden alcohol –los bares sí, claro, con sus populares megacervezas de ¡65 centilitros!–, ya que en muchos casos las regentan musulmanes, de países como Mali, a los que se les puede ver rezar en la calle, encima de una alfombra, y lavarse con unas curiosas teteras de colores. Y llegamos a unos de los establecimientos estrella, como son las peluquerías, a montones, verdaderos palacios de la belleza femenina, donde las chicas pueden aguantar estoicamente sesiones de horas y horas de trabajo para salir con unas impecables trenzas.
Otros negocios de inmigrantes chinos, indios y libaneses salpican la red de calles de Bata, pero el verdadero palacio de la zona es el gran supermercado –de estética y funcionamiento 100% occidental– de la empresa española Hermanos Martínez –con establecimientos en Bata, donde también cuenta con una gran zona logística, y Malabo–, un espacio que parece fuera de lugar y donde, por arte de magia, parecen concentrarse los pocos blancos que se mueven por Guinea: un espacio ordenado, silencioso, limpio, con empleados uniformados –en una manga, la bandera guineana, y en la otra, la española– en un pulcro color morado, y hasta con mozos que meten la compra en bolsas y te acompañan hasta el coche.
En muchos casos, se convierte en un punto de descanso y de paseo sin compra –el, quizá demasiado, potente aire acondicionado ayuda a pasear. Los elevados precios, a no comprar en todos los casos– entre repletas estanterías. La dependencia, no obstante, del transporte marítimo comporta, por ejemplo, que un día nos podamos encontrar con un pasillo entero a rebosar de bolsas de las mismas magdalenas, mientras no queda ni una botella de lejía. El lugar también se convierte en uno de los pocos donde encontrar revistas, extranjeras claro, aunque puede tratarse de números de hace dos años de una revista de submarinismo, jardinería o cultura africana.
La gastronomía guineana la podríamos completar con platos tan dispares como la carne de marmota, la salsa de cacahuete, el caracol de tierra –nada que ver con nuestro concepto de caracol, ya que el guineano es muy grande y, cocinado, con una textura parecida al pulpo– o uno de los mejores pescados que llevarse al paladar, como es el colorado. Y todo, sin olvidar que nos encontramos en un país donde los salarios –los afortunados que lo tienen– son bajos y la gran ocupación es, precisamente, la supervivencia diaria, ya que en muchas familias tan sólo hay una comida al día.
El tema del empleo es realmente limitado, ya que aparte de alguna empresa maderera y otra cervecera, pocas opciones más hay de encontrar una ocupación remunerada. Y, aunque resulte paradójico en un país tan fértil, tampoco hay explotaciones agrícolas o ganaderas, con una presencia de plantaciones de cacao y café muy alejadas de las que hace unas décadas llenaban el país.
Un país que, dicen, quiere abrirse al mundo y explotar el gran potencial turístico que podría tener –hoy, los visitantes son muy escasos–; un país que abre sus manos y que personas como Jorge, Paloma y Sara han tomado con firmeza para aportar su granito de arena en sus proyectos escolares y de iglesia.
Este mismo verano –con un grupo en julio y otro en agosto organizados por la Unión Evangelica Bautista Española (UEBE)–, en Evinayong recibirán la visita de veinte voluntarios desde España para colaborar en tareas de construcción, de evangelización y de trabajo entre niños. Para trabajar. Y para ser sal. Y para ser luz.
Texto y fotos: Jordi Torrents
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