Sara Marcos –responsable de la misión bautista en las dos localidades– no atraviesa ese eje con la mirada puesta al frente, apretando el acelerador y sorteando los baches del camino como una experta ya conductora de rallies. Sara intenta repartir su corazón en la mayoría de cachitos posibles, allí donde sabe que dos o tres personas pueden reunirse, allí donde sabe que estará Dios.
Uno de estos puntos, a medio camino entre Bata y Evinayong, es Engong. Allí vive Eurampia, que nos recibe con una amplia sonrisa y una gran Biblia en la mano. Está esperando a otras mujeres para compartir un rato de oración con ellas. Sentada en la Casa de la Palabra, explica sus luchas, sus anhelos y la realidad de una pequeña localidad a menudo con la losa de estar situada a medio camino de, en medio de.
La Casa de la Palabra, nos explica, suele ser una estructura de madera con un par de largos bancos –uno enfrente del otro– donde “cualquier persona de la familia que tenga algo importante que decir, puede sentarse allí y hablar”. Tradicionalmente, el espacio estaba reservado a los hombres, pero Eurampia sonríe. Tiene claro que hoy día se trata de un verdadero punto de reunión, un ágora donde compartir y debatir. A los pocos minutos de sentarse, llegan más mujeres –alguna, elegantemente vestida para asistir a su reunión de oración–, niños y algún hombre.
Sara, en cambio, desaparece de repente y se adentra en el pueblo, hasta llegar a una casa donde una mujer lleva enferma varios días: un hermano suyo, que trabaja fuera, se ha desplazado hasta Engong para convencer a sus padres de llevar a su hija al hospital, en Bata.
La tradición animista y de brujería sigue condicionando el día a día de buena parte del país, aunque la familia acepta que Sara y otras personas oren por la chica y hasta que la lleven ese mismo día a la capital continental, a pesar de la dificultad económica y la de conseguir que pare uno de los escasos taxis que cruzan el pueblo (en muchos casos, ni se detienen, ya que el negocio está en las calles de Bata).
La libreta médica de la chica –un cuaderno convencional, con algunas anotaciones a mano de anteriores visitas médicas y un sello, sólo en algunas páginas, estampado por el doctor, es el único historial médico de los guineanos– no da demasiadas pistas. La chica está estirada en un camastro situado en la cabaña que hace la función de cocina, un espacio aparte de la casa, donde suelen convivir las mujeres, los niños –de hecho, mujeres y
niños suelen comer antes que los hombres, en la misma cocina– y los familiares enfermos. Poca luz, el calor de los restos del fuego en el suelo y varias capas de secaderos elevados, básicamente con pescado, ahumándose con lentitud, en un ejercicio de pura artesanía gastronómica.
Camino, de nuevo, de Bata, el camino atraviesa zonas pobladas, donde ante algunas casas un palo clavado en el suelo o una mesita anuncia la venta de productos que pueden ir desde los habituales bares –eso sí, la mayoría sin bebidas frías– hasta fruta o alguna codiciada pieza de carne.
Atravesamos también parte del parque natural del Monte Alen, una zona con reminiscencias casi cinematográficas, donde el hombre únicamente puede ver los imponentes gorilas si ellos se dejan ver. La selva, los manglares, la niebla que acaricia con suavidad los montes, son su refugio, su escondite, su visado para sobrevivir.
El todoterreno de Sara se sabe esa ruta ya casi de memoria. Su corazón no está a medio camino de, ni en medio de. Está en Bata, está Evinayong. Y en Engong.
Texto y fotos: Jordi Torrents
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