Yo asocio su imagen, fácilmente reconocible, con la cercanía de puerto-eternidad. Si un faro se construye en un punto estable, junto al mar, entre las rocas, su luz consolará y servirá de indicación para siempre.
Tiene algo de inquietante, sin embargo. La imaginación crea historias increíbles cuando veo un faro entre la niebla lechosa, con su luz difuminada, como de una cerilla ardiendo en una esquina rodeada de trastos.
Creo que en su interior vive un pequeño ermitaño, rodeado de una fantástica biblioteca de Babel, o un pintor loco cuya obra jamás contemplaremos, pues morirán con él… o quizá un científico ocupado en vigilar el contenido de un montón de tubos de ensayo y redomas poco complacientes con el entorno… siempre es un ser solitario, cansado de la sociedad, en busca de un poco de paz que no encuentra, pues un poco tarde descubre que ese tormento se halla en sí mismo.
Son seres olvidados como el mismo lugar, no sé por qué, que por esa condición de alienación se antojan interesantes y turbadores a la vez, autosuficientes, inaccesibles y con un mecanismo de explosión contenida que no tenemos derecho a desactivar, ni siquiera analizar.
Muy bonito. Pero la realidad a veces destruye la ficción contaminada por las viejas historias. Una vez que no hallamos respuesta a la gran pregunta de origen práctico: ¿y cómo se alimenta un tipo encerrado en su torre, en este siglo, sin tener contacto con el exterior, aunque sea de un modo superficial?... una vez me quedo sin saber qué decir a esto, descubro en los pocos faros a los que he podido acceder que el viejo ermitaño no es más que un sistema mecánico que respira electricidad, y su única biblioteca borgiana es un cero y un uno… con todo, alguna vez tuvo que ser un hombre quien estuvo allí, antes que el engendro mecánico, y ese alguien tendría historias que contar, y noches fatales que olvidar. Puede que por eso, un faro conserve su encanto.
Un faro es una referencia. Alumbra las rocas y otros puntos para que el barco logre sortear las dificultades en la noche más profunda. Mientras me pregunto si yo me estaré convirtiendo también en uno de esos personajes solitarios que ubico en el interior de un faro, sólo que en campo abierto, recuerdo el faro inclinado que vi en México. Decían que un viento huracanado lo doblegó. Pero sus historiadores olvidaron un detalle importante que asemeja el faro a la torre inclinada de Pisa: estaba construido sobre un terreno frágil, maleable, y su centro de gravedad se encontraba peligrosamente desequilibrado… puede que en su interior decidiese dejar de ser una referencia, y el huracán ya tenía el trabajo adelantado.
Tampoco ese faro contenía grandes tesoros en su interior.
Cuando me entero de que en Belize City hay un faro, corro a verlo. Para mi decepción, ni siquiera es un edificio hueco, sino una torre alta y enjuta, como una espiga de trigo oxidada, con una lámpara como corona.
Doy tres vueltas alrededor en dos minutos. Me apoyo en él, y me concentro. Empujo con todas mis fuerzas. ¿Seré capaz de doblegarlo, de inclinarlo con mis brazos huracanados? Aprieto los dientes y me cubro de sudor. No consigo más que cansarme. Me siento en el suelo, la espalda apoyada contra la torre que se niega a inclinarse a mi voluntad; y miro hacia las aves en formación, aspirando la bruma vaporosa del Caribe amaneciendo.
¡Qué pobres son mis esfuerzos si pretendo ser huracán, y no vela de barco, que es más fácil de gobernar!
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