He dormido bajo ese sol al que le cuesta irse a descansar, y he navegado entre esponjosas nubes, para comprobar que son ilusiones frágiles. He dado cabezadas en la avioneta, una vez que he pasado la tensión inicial y me he agarrado con fuerza a la barra que sirve para desplazar el asiento verticalmente. Nos hemos balanceado y brincado como criaturas africanas al tomar tierra y frenar con aparatosidad. Nuevo golpe en la cabeza al salir, lo que no ha impedido que me arrodille e incline el rostro al suelo.
Al incorporarme, unas manchas de polvo se han quedado prendadas de mi chaleco verde caqui, en forma de huellas de las palmas de las manos, más o menos sobre los pulmones, llenos hasta reventar de humedad, aroma a pescado pasado y a sudor de alubias, que impregna el interior del distrito de Cayo, en la antes conocida Honduras Británica, y que todavía no termina de creerse que Guatemala reconoce su existencia y libre albedrío.
Acepto la invitación del piloto de quedarme a cenar en su casa. Ante sus enormes e impenetrables gafas de sol vive una nube de tabaco y kriol, el idioma materno de prácticamente la mitad del país, una mezcla curiosa de inglés y español evolucionados a su manera. Frente a mi cara, la nube que se forma es de polvo único, el que provoco al sacudirme las manos.
Sumerjo las manos en agua fría de un barreño aparte. Al entrar en contacto con el agua, noto cómo me voy reconfortando. En la cocina del piloto, justo en la parte trasera de la casa baja, parecida a las que se ven en el sur de los Estados Unidos, jardín incluido, tienen un gran horno con el que hacen pan.
Tras el abrazo de bienvenida, ponen manos a la obra. Mezclan la harina de centeno que el piloto consiguió quién sabe dónde, y agua. Lo guardan en un recipiente en la nevera, de donde sacan otra masa “madre” con un interesante olor ácido, y un tono más claro. Le añaden agua y comienzan a darle forma a la masa. Lo apalean, lo cortan, lo estiran y lo compactan. Con una seña, me piden que me acerque. La señora del piloto me quita el vaso de agua y lo echa sobre un trozo, invitándome a unirme en la modelación del pan.
Tras un buen rato en silencio, noto entumecidas las muñecas, y la masa informe de harina gana la consistencia de una ridícula masa informe, si la comparo con las apetecibles hogazas que el piloto y su esposa han logrado enseguida, manejando con soltura sus manos para crear esa tensión en la superficie de la masa que permite a la bola de pan conservar las formas.
Polvo y harina. Materia. Pero con un valor y un sentido. El polvo bajo nuestros pies son los que Dios ha ido trabajando y compactando para darle consistencia al suelo sobre el que nos movemos. Un trabajo incomparable al que sometemos nosotros al pan, por el que aún hay que sudar.
Me llenan de nuevo el vaso, con cerveza espumosa y fría. Me guardo una nueva metáfora en el bolsillo, mientras esperamos a que el pan se hornee. Llevará unos cuarenta minutos. En la televisión juega la selección nacional de fútbol, y algo en mi interior se mueve y se transforma, como los cuerpos de hidratos de carbono que se calientan en el horno. Aún conservo bajo las uñas parte del polvo y de la harina del mundo.
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