Una lluvia con aspiraciones de eterna acalla las conversaciones, el habitual barullo, ininteligible y vivo, de una aula llena de niños. El silencio. Roto por la espléndida cascada de agua que, en cuestión de segundos, embarra el seco suelo y reaviva, más aún, el verde selvático. Llueve. Como cada día a media tarde en esta época del año. Como cada día en la vida de miles de guineanos. Como cada vida.
Y con la tormenta, la vida detiene su camino para beber, y los más de 220 niños de la escuela
Talita Cum miran al cielo, escuchan, distinguen ya al detalle cuando las gruesas gotas estallan encima de la madera, resbalan juguetonas por las hojas o se dejan acariciar por un brazo extendido que se fusiona por unos instantes con el líquido de la vida, que llenará pozos y grandes bidones en un país sobrado de agua pero que no dispone de sistemas de canalización.
Esa misma agua de lluvia vino acompañada hace unas semanas de un tornado que se llevó el techo de una parte de la escuela Talita Cum, en
Evinayong, una de las principales ciudades en pleno corazón de Guinea Ecuatorial, a más de 150 quilómetros de
Bata, la capital continental del pequeño país centroafricano. Unas horas antes de la lluvia,
José alisa con esmero un jersey azul y toma de la mano a su hermano pequeño. Es día de colegio. El cielo juguetea con algunas nubes que, más tarde, descargarán una de las habituales tormentas de marzo. José acelera el paso para no llegar tarde a clase. Con él, parten varios hermanos –tiene ocho- desde una casa donde viven 17 personas. Su madre,
Confi, la cocinera de la escuela, va con ellos, mientras la abuela de la familia observa desde su rostro arrugado la estela que deja el grupo de niños por un camino polvoriento, rojizo. Rojo sangre. Diluido en el verde de la selva y en el blanco de las nubes. Como la misma bandera guineana que todos los niños incluyen en sus dibujos. Talita Cum es una de las dos escuelas de la
Misión Bautista en Guinea, en la que trabaja la valenciana
Sara Marcos, que vive en el país africano desde hace seis años. La otra escuela,
El Buen Pastor y con casi 700 alumnos, se encuentra en la capital del país,
Malabo –en la isla de
Bioko–, donde trabajan
Jorge Pérez y
Paloma Ludeña, acompañados de sus hijos
Jorge y
Andrea.
Sara ama el paisaje selvático del interior guineano. De hecho, la expresión de su cara se suele transformar y sus ojos verdes parecen integrarse en la espesura coronada por los imponentes ceibas –árbol símbolo de Guinea– a medida que su todo terreno avanza desde Bata sorteando los inevitables controles policiales –un par de bidones y una caña hacen la función, mientras un desganado y mal uniformado personaje echa un vistazo al interior del coche–, los baches y desniveles de la ruta –si acaba de llover, ya es un verdadero reto– y las abundantes obras que, empresas portuguesas, francesas o chinas según el tramo, están llevando a cabo para construir carreteras, las futuras arterias para vertebrar las conexiones del país. José y los demás niños, apurados, corren para llegar puntuales. El director de la escuela,
José Luis Ansema, y el equipo de profesores esperan a los alumnos –en total, son unos 225, de preescolar y primaria– para, antes de entrar en las aulas, ponerse en filas, cantar el himno guineano, revisar la vestimenta de chicos y chicas y dar la bienvenida a un nuevo día, a una nueva jornada escolar, a una nueva posibilidad de aprender, de adentrarse en un aspecto tan básico como la educación, pero que no llega todavía a todos los jóvenes del país.
Sara Marcos explica que uno de los objetivos básicos en Guinea pasa por "crear iglesia y ayudar a potenciar la figura de líderes locales", ya sea en Bata, en Malabo, en Evinayong o en otros pequeños núcleos. El desarrollo de la obra social, detalla Sara, pasa por el trabajo educativo en los dos colegios, pero también por el llamado
Proyecto Escuelas, que incluye una visión global para cubrir las principales necesidades detectadas en los niños del país: la educación, la nutrición y la sanidad.
Así, el proyecto pretende facilitar becas a aquellos alumnos cuyas familias no pueden pagar la escolarización, pero también la posibilidad de un seguimiento médico –los procesos infecciosos propios de un clima tropical y una higiene no siempre adecuada hacen mella en los pequeños, en un país donde el paludismo, que se puede combatir con un simple antibiótico, sigue causando estragos– y una buena alimentación.
Y en este último punto, volvemos a Confi, la cocinera de Talita Cum. Mientras los niños están en clase, ella y otras mujeres preparan cada día lo que para muchos niños representará su única comida diaria. Así, a las 11 de la mañana y a las tres y media de la tarde –hay dos turnos de clases–, los alumnos reciben un plato que suele ser de arroz o de pasta con carne o con sardinas. Esta situación puede sorprender, ya que Guinea Ecuatorial es uno de los países del mundo con una riqueza natural más grande, y no resulta nada complicado acceder a frutas como mangos, piñas, cocos, papayas o bananas. El problema es que en muchas familias la alimentación no es lo apropiada que debiera ser y, a menudo, escasa, por lo que los profesores detectaban que muchos niños incluso se dormían en clase. A la mala alimentación, hay que añadir que los niños, para llegar a la escuela, caminan entre dos y siete quilómetros. El proyecto también sirve para ayudar a algunas mujeres, que reciben un sueldo como cocineras.
Sara expresa la necesidad de contar con líderes nacionales, aunque en Evinayong encontramos a uno de los más destacados, José Luis Ansema, pastor de la iglesia bautista de Evinayong, director de la escuela y director de la radio pública –hay una en cada una de las siete provincias guineanas– de la ciudad, una emisora que llega a un radio de unos 50 quilómetros a la redonda y que hace la función de nexo para muchos poblados dispersos. Así, es habitual que difunda anuncios de todo tipo, aunque José Luis está realmente orgulloso de la programación cultural –hay que tener en cuenta el carácter oral de la transmisión de la cultura fang, la mayoritaria en Guinea, por lo que parte de su tradición corre el riesgo de desaparecer– y de la emisión del programa cristiano
¡Cristo vive!.
José Luis nos comenta que falta aún una estructura básica para la iglesia de Evinayong, aunque ya cuenta con una veintena de miembros, varios de ellos bautizados. Sobre la escuela, el director explica que para los 70 niños de preescolar y los 150 de primaria cuentan con un equipo de profesores con una formación limitada, ya que suelen ser jóvenes que han terminado el bachillerato y poco más. Para formarse, participan en unos cursos a distancia impartidos por el Gobierno, aunque Sara tiene claro que haría falta algún tipo de apoyo aún más directo para esta formación. A nivel de infraestructura, Talita Cum cuenta con un gran terreno de unos 8.000 mil metros cuadrados –y otro justo delante que permitirá en un futuro triplicar esa superficie–, aunque sin demasiado espacio construido.
De momento, se puede dar clase en un módulo para tres aulas de primaria, y en otro habilitado para los alumnos de preescolar y para acoger salas de profesores –este, pendiente de la reconstrucción del techo arrancado por el tornado–, aunque la mirada de Sara rastrea con viveza el gran espacio disponible que, de momento, está ocupado por la misma selva y por los niños que, en el tiempo de recreo, juegan a fútbol con los más paupérrimos balones imaginables, mientras las niñas también parecen cruzar fronteras y acaban jugando casi a lo mismo que, a la misma hora, puedan estar haciendo otras niñas en España, en México o en Japón. José Luis –casado con
Florencia y padre de
Raquel,
Rode,
Ruth y
Rebeca– habla con calma, con un aire de timidez capaz de convertirse en una voz firme ante los alumnos de la escuela, en una de esperanzada ante el micrófono de la radio y en una de comprometida cuando habla de su tierra y de lo que Dios quiere para ella.
Fotografía: Jordi Torrents
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