Uno de los grandes orfebres del rock, Nick Cave, demostró junto a sus imprescindibles Bad Seeds que defender un último disco no es incompatible con ofrecer una revisión selecta, afrutada y con suave regusto final en el paladar.
Ataviado con su ya habitual elegancia y luciendo con orgullo ese mostacho de forajido de western apocalíptico, Cave susurró y chilló; esgrimió su faceta más crooner y la más enrabietada; acarició el piano y electrificó el ambiente cuando le dio la gana. Hasta ocho temas del infravalorado pero inmenso
Dig, Lazarus, Dig!!! (Mute Records, 2008) –plagado de futuros clásicos de Cave–, formaron parte del repertorio, aunque
el bardo nacido en la impronunciable Warracknabeal le dio al play para salpicar el escenario de temas añejos y con aroma ya a himnos imperecederos.
La máquina de Cave y sus malas semillas sonó compacta, engrasada, eléctrica y exhuberante cuando convenía (“Deanna”, “Papa won´t leave you Henry”, “Get ready for love” o la misma “Dig, Lazarus, Dig!!!”, en la que Cave sitúa al resucitado Lázaro en algunos puntos actuales de New York y San Francisco. Y lo que ve, le causa terror y ganas de volver de donde ha venido), suave en otros (“More news from nowhere”, “Moonland”, “The ship song” o una emotiva “Into my arms”, que acaba convertida en un himno descomunal a Dios) e inquietante cuando la banda escupe su vena más siniestra (abrasivos, estremecedores “Tupelo” y “Red right hand”).
Cave, el eslabón perdido entre Elvis y Tom Waits –que, por cierto, actuará por primera vez en España el mes de julio–, entre el punk primitivo y el lirismo más abigarrado,
ha conseguido crear un universo propio que, con el tiempo, cuenta con un puñado de temas que darían para varios repertorios distintos sin desmerecer (¿cuántos niñatos aferrados a su
hype del momento pueden decir lo mismo?). Arropado por los Bad Seeds, Cave es aún más infalible, ya que Mick Harvey, Martyn Casey, Jim Sclavunos, el polifacético Warren Ellis –capaz de alternar el violín con pequeñas guitarras y hasta la flauta travesera– y compañía forman una delantera temible. De acuerdo, Blixa Bargeld y Barry Adamson ya no juegan.
De acuerdo,
Cave pasó un poco de puntillas por el inconmensurable Abbatoir blues –con varios temas góspel que requieren de un coro femenino en condiciones–, dejó en el joyero muchas perlas (el habitual “The mercy seat” que el gran hombre de negro, Johnny Cash engrandeció con una versión deliciosa, no cayó), aunque nuestro particular hombre de negro encumbró sus relatos épicos y bíblicos a lo más alto.
Y de acuerdo, Cave sobreactúa, pero se reinterpreta, rebusca dejes salvajes de su lejana etapa de The Birthday Party y ofrece grandes dosis melodramáticas que nunca le darán un Oscar, pero que lo convierten, ya con medio siglo de vida a sus espaldas, en un icono.
Y lo que son las cosas, mientras tan solo 5.000 almas optaron por el ceremonial cúltico de Cave –que tampoco es que se prodigue en exceso por los escenarios españoles–, a las puertas del pabellón se instalaba ya con sacos de dormir un grupúsculo de fans que, al día siguiente, asistían a las coreografías de fiesta fin de curso de los, glups!, Backstreet Boys.
El universo Cave, plagado de referencias de una Biblia que presume leer a diario, es un viaje que bordea los extremos, capaz de adentrarse en la desesperación y el caos, pero también en la esperanza, la belleza y la devoción.
Este universo Cave propiciará, seguro, más artículos para 33 RPM.
Jordi Torrents
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