Las palmeras despuntan en el cielo, cubren casas enteras. He de caminar con cuidado, con respeto hacia la selva. Con el mismo respeto hacia la ermita.
La veo cuando estoy en el puente, más o menos a la mitad de su cruce, hacia la derecha, con su aspecto de haber sido realizada por obra de la naturaleza, más que por la acción humana. Está hecha de barro y limo, de piedras irregulares, encalada por la humedad, erosionada por el abandono. Una puerta está abierta, y las nubes entumecidas que amenazan con espabilarse de un momento a otro, y lanzarme sus imprecaciones breves y fuertes, me animan a precipitarme a su interior. Todo tiene un aspecto fantasmal pero hermoso, y me encojo, me hago pequeño, al cruzar el umbral, entrando en mil matices de penumbra maravillosa, respirando un aire plácido.
A medida que me acerco, puedo notar que el cielo se oscurece más y más, hasta que empieza a llover de forma extraña en Cuba. En el suelo veo sentado un hombre, hablando en voz baja. Me acerco despacio al hombre y le toco el hombro para comprobar si se trata en verdad de un ser vivo, y no es una estatua. Él abre los ojos y me mira con cara de estupefacción. No me contesta; vuelve a murmurar, a su rigor. Llueve demasiado fuerte para salir fuera, así que me siento en una esquina, mirando a aquel hombre tan extraño, y preguntándome qué hace aquí. Viste ropajes oscuros, pero no es un religioso.
Me imagino que así es una oración de verdad, como un murmullo parecido al de las aguas del río. Cuando yo me pongo así de rodillas, en soledad… ¿es así como yo sueno? Me inclino, apoyando sobre los
muslos la parte de los brazos que hay situada entre el codo y la muñeca. Me dejo llevar por la respiración del interior de la ermita, por la tranquilidad. Alrededor no hay nada que distraiga la atención. Sólo un pequeño altar al fondo, coleccionando polvo y hojas. Y unos ventanales en el techo que deben intimidar aún más cuando el sol entra.
Se instala en mí un pequeño rubor. Una pizca de vergüenza: ¿habré molestado al desconocido? Trato de concentrarme en mis pensamientos, pero se escapan de un lado a otro, y se pierden en las telarañas de las esquinas, a baja altura.
Descubro que la ermita, a pesar de estar ocupada por dos personas, está más vacía de lo que lo ha estado en su historia. Nadie más entra, y los que estamos aquí nos hemos abandonado a las profundidades de nuestras almas.
Tras un tiempo indeterminado, uno de tantos puntos y aparte, alzo la mirada y el desconocido ya se ha ido. Miro a mi alrededor, y todo sigue indefectiblemente igual: las mismas goteras esquivadas a la entrada, las mismas sombras (quizá menos notorias tras acostumbrar la vista, aunque en el mismo sitio y con la misma intensidad), la misma soledad de antesala, y el mismo momento sagrado (como el surco de un vinilo, como el pecho del mar durmiendo, o como la llama de una cerilla a punto de consumirse) que se apoya en las ventanas.
Sólo cambia una cosa: al lado del banco donde estoy sentado, hay un objeto que pende de un curioso collar, y se balancea en el brazo. Al acercarme, el banco cruje, y el objeto tirita. Lo sostengo entre los dedos. Es un rosario, hecho a mano, con la madera desechada de los instrumentos de madera que se venden en los mercados cercanos. No es muy largo, y sus cuentas son ásperas, imperfectas. La pequeña figura del Cristo abandonado se desprendió hace tiempo, y sólo queda una huella ligeramente oscura en la pequeña cruz de madera y metal. La bifurcación a los misterios está hecha de hueso de coral. Es un bonito objeto, que no dudo en guardar en la mochila. Por qué lo hago, no lo sé. No puedo evitar cargar con pesos que no me corresponden. Me cuesta incluso desprenderme de los sonidos que se cruzan en mi camino.
Ha dejado de llover hace rato, y debo volver a dejar vacía la ermita, que permanecerá en ese estado hasta que otros dos individuos decidan buscar consuelo o tesoros inesperados en su interior.
[A Sara, por el cuarto párrafo]
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