Una rama bastará

Mientras nos movemos, las nubes nos acompañan, velando parcialmente un sol audaz. Me pregunto cómo mirarán hacia el sol desde los otros puntos de la tierra, y esto me lleva a preguntarme si hay alguien que se preguntará lo mismo que yo. ¿Somos los seres humanos capaces de hacer algo a la vez, de construir con una misma iniciativa, pero sin saberlo? En Cuba lo hacen. No sabría explicar cómo, pero hay algo de esto aquí, algo de insondable, de compenetración, de falta de respuestas.

Quizá sea por la obligación de vivir, de comer como si mañana fuera a acabarse el mundo. El apocalipsis no llegará cuando se marche Fidel, eso he escuchado estos últimos días. La isla seguirá siendo isla, y las madres seguirán riñendo a sus hijos; los periódicos cambiarán, pero seguirán siendo periódicos que hoy dan actualidad, y mañana envuelven el pescado. Si se marcha una injusticia, otra distinta vendrá; La Habana seguirá siendo musical y zalamera… ¿cómo puede pedirse a una sociedad que de pronto deje de vivir como en el último medio siglo?

Dejo de lado estas cavilaciones cuando el coche se detiene bruscamente, seguido de un gruñido, y me golpeo por enésima vez contra el salpicadero, provocando una enésima carcajada del conductor. Bajamos y vemos cómo una rueda se ha desencajado del chasis. El conductor se agacha y se mete debajo del coche. Trastea un poco, le habla suavemente, oyendo su mecanismo, como si fueran viejos amigos.

Me distraigo mirando a los lados de la carretera desierta. No nos hemos cruzado a nadie en un buen rato. El sendero asfaltado hace mucho tiempo, lleno de socavones, de desniveles, de pruebas en definitiva, empieza a ser engullido por la vegetación, que ya comienza a imponer sus techos al camino. El conductor abre el maletero del coche amarillo liso y saca una garrafa que desprende un fuerte olor a gasolina. Cojo una rama y doy toques despistados con ella sobre otras ramas, con falso aire a Tata, el campeón de la percusión cubana.

Algo de esa rama despierta la atención del conductor y manitas, que me la quita de las manos, dándome las gracias, murmurando las palabras “con esto bastará”. Se vuelve al automóvil y sigue recorriendo sus entrañas. Al rato, la rueda se encaja como por arte de magia en su lugar. No tengo ni idea de cómo lo ha conseguido, pero el problema se resuelve con la pieza más elemental y más aparentemente insignificante que uno se puede encontrar.

Algo tan simple hace continuar mi viaje. El conductor se sacude las manos, aplaude y se ríe con fuerza hacia el viento. Baila un poco y se sienta feliz, dispuesto a seguir. Le imito, y me froto el golpe en la frente.

No tengo muchos recursos. La aventura cada vez se complica más. Cada paso es más duro que el anterior. Paseo por el mundo con la sensación de que mis alrededores se deshacen, como mil fachadas de La Habana. Pero en cualquier momento puede aparecer una rama, y con ella bastará.

Ahora viajo lleno de color, con ansia de volver a la selva. Ahora viajo al Espíritu Santo.