Un día, mientras compartía conmigo algunos de sus ambiciosos planes, pensé: «Este muchacho va a llegar lejos, porque a diferencia de los tantos Hood Robin que existen hoy, que les roban a los pobres para darles a los ricos, él será un remozado Robin Hood que, a su manera y de acuerdo con los planes que tiene ya trazados, reencarnará al legendario aventurero de la Inglaterra medieval que luchó contra las ambiciones del alcalde de Nottingham y las del príncipe Juan Sin Tierra.
Cuando le visitábamos en su apartamento de Calatayud (bueno, éramos huéspedes de sus padres pero para los efectos prácticos, el rey de la casa ya lo era él) fue atacado por un pequeño ejército de enfurecidas avispas. Cuando llegó a casa venía todo magullado, adolorido y con manchas enrojecidas por todo el cuerpo. Pero aguantó estoicamente. Cuando la mamá le quiso aplicar unas compresas empapadas en el jugo de diversas yerbas medicinales, él se opuso terminantemente. «Déjenme soportar como hombre», pareció decir. «Esto es parte de mi preparación para llegar a ser el conquistador del mundo». Y cuando su padre trató de consolarlo, le dijo: «¡Vete a lo tuyo, mi querido progenitor, que yo estoy en lo mío!» Y sobrevivió, aunque no sin haber echado sus lagrimones en una esquina de su cuarto y con la puerta bien cerrada para que nadie lo viera. En aquella ocasión, al saber de sus planes, le pedí que me asignara no el diez por ciento de todo lo que obtuviera en sus correrías, sino apenas el uno por cierto. «Lo voy a pensar», me dijo. «A lo mejor te asigno algunos territorios por allá por las costas americanas, pero tendré que considerarlo. ¡No me fío de nadie que no sea yo!»
Se cuenta que en cierta ocasión, mientras George Washington Carver y el pequeño Henry Wallace descansaban a la sombra de un frondoso roble, llegaron a hablar del padre de George, a quien nunca conoció pero que siempre creyó que había sido un hombre muy especial. Así se lo hizo saber a Henry. Este le preguntó por qué creía que había sido un hombre muy especial. Y la respuesta de George fue breve y categórica: «¡Porque quiso serlo!»
Atila, el azote de Dios; Natán, la buena sombra de Dios; Robin Hood, que robaba a los ricos para darles a los pobres; Hood Robin, que roba a los pobres para darles a los ricos; el padre de George Washington Carver, un hombre que fue bueno porque quiso serlo; Dios, castigador y perdonador.
En estos días, en medio de la circunstancias que nos ha tocado vivir a raíz de la fractura de la pierna de Dña. Cire, he venido preguntando por aquí y por allá si Dios castiga. No he preguntado a los teólogos porque no me ha sido posible aún alcanzar las altas cumbres donde acostumbran vivir ellos sino a creyentes humildes, todos miembros del estado llano que es por donde yo transcurro. La respuesta inmediata que surge es: «¡Por supuesto que Dios castiga!» y para dar respaldo bíblico a su afirmación acuden a los consabidos pasajes de los Proverbios: «Porque el Señor al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere» (3.12), «El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; mas el que lo ama, madruga a castigarlo» (13.24). «Nosotros» añaden, «castigamos a nuestros hijos; por lo tanto, Dios castiga también a los suyos».
«No metamos a Dios en el molde humano» les digo, «sino hagámoslo al revés: metámosnos nosotros en el molde Suyo.Tratemos de establecer una diferencia entre el Dios del Antiguo Testamento y el Dios del Nuevo Testamento». Y cuando lo intentan, algunos de mis interlocutores ya no están tan seguros de lo que antes afirmaban con tanta convicción.
Porque así como bajo la Era del Pacto era común el exterminio físico como medio regulador de la conducta de un pueblo, en la Era de la Gracia los parámetros parecen ser otros. Ni Jesús las emprendió contra aquellos que se hicieron acreedores a algún tipo de castigo, ni los apóstoles lo hicieron cuando les tocó gobernar la iglesia. ¿Y Ananías y Safira? Preguntará alguien. Es cierto. Ellos fueron castigados con la muerte por haberle mentido al Espíritu Santo. Pero este caso no constituye la regla sino la excepción a la regla. ¿Nadie más, en la historia de la iglesia, ha mentido al Espíritu Santo, o ha blasfemado contra Dios?
Alguna vez alguien transmitió la idea de que la invasión a Irak por parte de los Estados Unidos se había emprendido en obediencia a una orden que Dios le había dado al Presidente. Si lo fue, tiene que haber sido no el Dios del Nuevo Testamento sino el del Antiguo, que sí mandaba a arrasar pueblos y a destruir todo lo que se encontrara en el camino de las fuerzas invasoras. Dentro de este concepto fue que Dios mandó a apedrear a aquel joven hijo de una mujer israelita y de un padre egipcio que blasfemó en medio de una disputa con otro hombre (Lev. 24.14), mató a Nadab y Abiú, los hijos de Aarón (Lev. 10.2) por ofrecer fuego extraño. Mandó a que Acán, el dinero, el manto, el lingote de oro, sus hijos, sus hijas, sus bueyes… y todo cuanto tenía fueran apedreados, muertos y quemados (Jos. 7.22-26) e hizo que la tierra se tragara a Coré y a los que le seguían (Núm. 16.31). Pero buscamos desde Jesús para acá y no encontramos rasgos de aquel Dios veterotestamentario que se imponía por el duro expediente del aniquilamiento de personas y pueblos. Lo que sí encontramos son dos cosas: una infinita paciencia divina adobada con una inagotable porción de inquebrantable amor. Y una ley que está tipificada en Gálatas 6.7 con la afirmación categórica del apóstol: «No os engañeis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará».
Como dijo George Washington Carver a Henry Wallace respecto de su padre: «Fue un hombre bueno porque quiso serlo». Natán quiere llegar a ser un moderno y revirado Atila cambiando, como quien dice, los sangrientos castigos del pasado por el infinito amor del presente. Yo, que como muchos de mis amigos, hermanos, conocidos y desconocidos, hemos tenido que pasar por circunstancias tristes y dolorosas, adhiero a la tesis de que Dios no castiga y que las piernas rotas, los brazos entablillados, los cuellos ortopédicos y las temporadas que a veces tenemos que pasar internados en un hospital con tubos y conexiones por todos lados son parte del diario vivir y nunca castigos de Dios. Usted, amigo lector, puede optar por lo que le parezca más bíblico. En cuanto a mí, me ubico al lado de Job, de Pedro, de Pablo y de miles de otros quienes, en un momento de sus vidas, fueron tomados por Satanás ―con el atento permiso de Dios― para ser zarandeados como a trigo. O han tenido que vivir las circunstancias propias de una tierra y de una sociedad que vive bajo maldición y que, al mismo tiempo clama por la liberación final pero nunca como una forma de Dios de castigarlos.
¡Oh! Algo que olvidaba: los huesos de la pierna de Dña. Cire van soldando maravillosamente bien. Ya hay una importante y prometedora calcificación y el médico, todo feliz, le anunció ayer (4/4/2008) que dentro de tres a cuatro semanas, podrá empezar a caminar, aunque sí aun con la bota ortopédica y muy cuidadosamente. Damos gracias a Dios porque, como siempre ocurre, ha permitido que de esta situación adversa broten hermosos resultados y porque hemos entendido que no se trata de un castigo sino de una bendición.
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