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Las bronquitis de Moisés

Mi hijo Kenny, que también tiene su humor, me responde cuando a una consulta suya le digo que estoy trabajando: «¿Trabajando? Para trabajar ¡el corazón!» O cuando lo llamo por teléfono y le digo: «Kenny, he estado pensando…» me interrumpe para decirme: «¿Pensando? Para pensar ¡Einstein!»
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 07 DE MARZO DE 2008 23:00 h

Una queridísima amiga hace poco dijo que yo era muy dado a las broncas. Me causó gracia y pensé: «Para broncas, ¡Moisés!»

Al escribir este artículo no pretendo, ¡lejos esté de mí tal falta de respeto! compararme con Moisés. Pero es que repasando la historia de este vapuleado líder del Antiguo Testamento, lo veo tantas veces metido en líos que cualquiera podría pensar que era un majadero insoportable. Y ¡pardiez! que no lo era. Tipo con más aguante que Moisés no hay otro, aparte de Jesús, en toda la Biblia. Y cuando se enojaba era porque ya no podía soportar más.
(Cuando me preparaba para escribir este artículo quise confirmar o desmentir ciertas sospechas que tenía sobre la fama que algunos me atribuyen de ser «demasiado peleón». Escribí un correo a mi buen amigo el director de P+D, Dr. Pedro Tarquis y le hice la siguiente pregunta: «¿Tú, que tienes que leerte cada semana todos los artículos que te mandan los colaboradores ¿crees que haya alguien de los veintitantos escritores que cuente más chistes en sus artículos que el Escribidor?» Y la respuesta que recibí fue esta: «En general, la gente cristiana es poco dada al humor, esto se extiende a los escritores y articulistas. Sin duda, el Escribidor es con enorme diferencia quien más hace uso (que no abuso) del humor en sus artículos. Lo digo con toda seriedad. Un abrazo, Pedro».

¡Confirmadas mis sospechas!

Esta característica del Escribidor viene a marcar, un poco, el talante de quien escribe bajo este seudónimo. No se trata de ser grave, que no lo somos. Ni de asumir que ser cristiano es andar toda la vida enojado o peleándose con medio mundo. O que por un falso concepto de lo que es ser líder, ande echándole encima la autoridad al que se le pone por delante (lo cual es típico de los individuos que se encaraman por su propio esfuerzo e iniciativa a los puestos de mando sin haber sido llamados o escogidos). Se trata, no obstante, de asumir con seriedad la función que se le ha encomendado, de defender con convicción los valores sobre los que se sustenta su quehacer y de salvaguardar con persistencia los elementos no negociables que Dios ha puesto bajo su cuidado.

¿Podría alguien pensar que los ataques y las traiciones que le montaron a Moisés su hermana Miriam y su hermano Aarón surgieron así no más, de la noche a la mañana? ¿Que un día se acostaron tranquilos y durmieron con una sonrisa en el rostro y que cuando despertaron a la mañana siguiente lo hicieron echando chispas hasta por los ojos? ¿O que la rebelión de Coré fue una mala inspiración del momento? ¿O que la destrucción de las tablas de la ley obedeció a uno de los supuestos arrebatos típicos de Moisés? No a todas estas preguntas.

Sospechamos que en el caso de los hermanos de Moisés, la rebeldía se vino incoando en el caldo de cultivo de la envidia desde mucho tiempo atrás. Lo criticaban. Decían que no tenía paciencia. Que se atribuía derechos y privilegios que nadie le había dado. Que así como él mandaba, ellos también tenían derecho a hacerlo. Lo miraban de reojo. Hablaban mal de él con los demás líderes del pueblo. Recurrían a medidas torpes con las cuales intentaban retrasar la marcha o hacerla más complicada de lo que de natural era. No le hablaban, y cuando Moisés les dirigía la palabra, le respondían con monosílabos y con frasecitas cortantes: Sí. No. Quizás. Tal vez. A lo mejor. Quien sabe. Yo no. Tú sí. Y Moisés, que estaba allí donde estaba no por voluntad propia sino por voluntad de Dios, se daba cuenta de todas las piedras que sus hermanitos le ponían en el camino. (Porque aunque los demás no lo crean, el líder «ve» aunque muchas veces actúa como si no viese.) Y aguantaba y aguantaba. Haciéndose el ingenio trataba de reparar los daños que Aarón y Miriam le hacían a cada recodo del camino. Reafirmaba, reorientaba, reorganizaba con una bronca que prefería tragársela. «Algún día», a lo mejor pensaba, «las cosas ocuparán su justo lugar y entonces, todos los que quieran, entenderán».
A Moisés no le preocupaba lo que sus hermanos y los demás dijeran mientras estuviera seguro que estaba allí donde Dios lo quería tener.

Hasta que un día, el divieso reventó. Y la pus salpicó a todo el campamento. El enfrentamiento, sin embargo, no fue entre Aarón, Miriam y Moisés, sino entre Aarón, Miriam y Dios. ¡Oid, hermanos míos! ¡Cuidaos! ¡No vaya a ser cosa que os halléis luchando contra Dios! (Es bueno leer la declaración completa hecha por Gamaliel a los miembros del Sanedrín según Hechos 5.33-42).

Las consecuencias en el caso de los hermanos de Moisés fueron, por decir lo menos, leves. Ambos, duramente reprendidos por Dios y Moisés, ratificado, sin discusión, como el jefe. Y, para que Miriam doblegara la cerviz de una vez por todas, ¡una semana fuera de la comunión de sus hermanos, cubierta de lepra de la cabeza a los pies!
Aparte de una enfermedad que daba categoría de inmunda a la persona que la portaba, la lepra era un padecimiento avergonzante. Le bajaba los humos al más pintado. El leproso no podía acercarse a las demás personas. Tenía que vivir su desgracia en total aislamiento… bueno, no en total aislamiento porque podía juntarse con otros leprosos igual que él. ¡Vaya compañía!

Suponemos que no fue fácil para Miriam. (Recomiendo la lectura de la novela «Séfora» de Olinda Luna, publicada por ALEC, donde se puede apreciar la humildad y el amor con que la esposa de Moisés, uno de los blancos de las flechas encendidas de odio que Miriam se especializó en lanzar contra su hermano, la atendió mientras estuvo lejos del campamento. La forma en que ―a lo menos en la novela― reaccionó, nos sugiere que aprendió la lección.)

El caso de Coré y la rebelión a que arrastró a un número considerable de líderes israelitas no terminó tan bien. En realidad, más horrible no pudo haber sido su final. (Si queréis leer la historia, id a Números capítulo 16 y horrorizaos tanto por la testarudez de hombres que eran parte de la crema y nata del pueblo peregrino, como por la dureza con que Jehová hizo justicia a favor de su siervo Moisés.)

¿Cuáles serían algunos de los elementos presentes en la rebelión de Coré? De nuevo, la envidia. Posiblemente la subestimación. Pese a que sabían que Dios lo había escogido a él, ellos no le atribuían los méritos suficientes como para que fuera el líder número uno. «Hay otros mil veces más capaces que Moisés» es posible que murmuraran unos. «Este hombre no tiene la capacidad que debe tener un líder» dirían otros. «Miren la cantidad de errores que comete el pobre» dirían los de más allá. «Tenemos que sacarlo, a la buena o a la mala, si es que queremos llevar a este pueblo a la meta propuesta por Dios» decían, ilusos, quizás todos. ¿Y Moisés? Tranquilo. La bronca que estaba a punto de estallar no la estaba preparando él sino Quien lo había elegido: el Señor, Dios.

La tierra se abrió y se tragó a todos los revoltosos. Nos tranquiliza que este tipo de castigo por parte de Dios no siga ocurriendo en el día de hoy. Porque si la tierra siguiera abriéndose y tragándose a los murmuradores qué cantidad de «buenas personas» se nos habrían ido de un solo tirón a las profundidades del Hades.

Pero el acabóse de las bronquitis de Moisés fue cuando, furioso, lanzó lejos las tablas de la ley con las que había bajado del Monte Sinaí y las hizo mil pedazos. El pueblo, con Aarón a la cabeza, se sintió tremendamente ofendido. «No puede ser que nos trate así, nosotros que hemos sido tan buenos y tan comprensivos con él» quizás se decían. Y comenzaron los juicios y las miradas aviesas y las murmuraciones y las críticas. Nadie vio, oyó ni percibió las razones que había tenido Moisés para enojarse. Con razón, la sabiduría popular ha acuñado este dicho que a través de los tiempos sigue vigente: No hay peor sordo que el que no quiere oír. Y, por supuesto, no hay peor ciego que el que no quiere ver.

Tampoco ha perdido su vigencia aquel dicho emitido por la boca de Dios y que aparece registrado en 1 Crónicas 16.22 y luego es repetido en Salmos 105.15: «No toquéis… a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas».
 

 


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