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Mike cumplió 80 años

Un día de estos, mi amigo Mike Berg cumplió 80 años. Lo conocí cuando recién había sobrepasado los 40. Ahora ya tiene 80. Su vida ha estado más que ligada, pegada, a la Misión Latinoamericana. Mucho más que la mía, que apenas tengo 37 años y tres cuartos de estar unido a ella; sin embargo, pese a los años, el concepto de misionero me llegó a mí como quien se viste con ropa americana de segunda vendida en una calle cualquiera de nuestros países tercermundistas. Aunque bonita, y con olor a «gringo
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 29 DE FEBRERO DE 2008 23:00 h

Que me aprieta por este lado, que se me suelta un poco por este otro. Que esta arruga, que este doblez, que la solapa y la pretina, que el tercer botón de la derecha y que el largo de mangas. Que la lámpara de lágrimas y la tapa del ataúd. En cambio Mike, como muchos de mis colegas misioneros estadounidenses que se han ido pasando el manto de generación en generación, es otra cosa. No digo que sea mejor ni peor, pero es otra cosa.

Muchos de los actuales misioneros nacieron en Corea, en Pakistán o en algún rincón del Asia sudoriental. Los amamantaron con leche de misioneros, aprendieron a leer en libros sobre misiones, fueron y vinieron con sus padres atravesando océanos y desiertos. Un día cualquiera se quedaron en los Estados Unidos para estudiar y terminaron siendo misioneros. Hijos de misioneros, nietos de misioneros, bisnietos y hasta tataranietos de misioneros. Llevan el concepto en la sangre. Y aunque los de mi generación pareciera que no han sido muy exitosos en cuanto a traspasar la tendencia a sus descendientes, la línea sigue. Más y más débil, pero sigue. En cambio en el caso mío, pareciera que nació conmigo y morirá conmigo. Todo lo que de misioneros sabían mis padres era que cuando algunos llegaban a visitarnos a la ciudad de Concepción donde ellos vivían con sus tres hijos que recién estaban aprendiendo las primeras letras, los acogían en su casa, les ofrecían una cama limpia y una sabrosa comida chilena. Tomaban mate alrededor del brasero con pan amasado hecho por las manos expertas y cariñosas de mi madre y hasta se daban cuatro peligrosos gustos sazonando la comida con un buen poco de ají cacho de cabra. Para mi padre, supongo porque nunca hablamos de eso, el concepto misionero estaba estrechamente ligado a personas de casi seis pies de estatura, de ojos azules, pelo rubio, elegancia en el vestir, hablando un español enrevesado y auto a la puerta. Dudo que haya leído algún libro sobre misiones. Lo que sabía sobre este tema era lo que escuchaba decir desde el púlpito a estos visitantes que se antojaban como venidos de otro planeta o lo que se compartía en las acostumbradas tertulias después del culto. Hubo uno, recordado con mucho cariño por todos los que convivimos con él, que tenía una manía. Bueno, dos. Una era guardar en su ropero siempre varios cientos de corbatas, a cual más llamativa. Y la otra era tirarlas todas sobre la cama y decirnos a los muchachos que le visitábamos de vez en cuando en su casa, «¡Elijan y llévense las que quieran!» Eran aquellos tiempos en que se estilaban corbatas anchas, de colores, con figuras e imágenes, con cielos azules y frondosos árboles verdes. Flores rojas y ciervos imponentes oteando el horizonte.

Por eso —vuelvo a mis padres—, cuando el llamado misionero golpeó a las puertas de su casa preguntando por uno de sus tres muchachos, ellos no supieron cómo reaccionar. Y se dejaron llevar por la corriente de un río desbordado que les era totalmente incomprensible. ¿Su hijo un misionero? ¡Debe de haber un error! O quizás se trate de una broma de mal gusto.

Pienso que los padres del profeta Amós quizás reaccionaron de la misma manera cuando el muchacho llegó a casa, después de haber metido los bueyes en el establo, y les dijo: «Papá y mamá. Dejo el trabajo de boyero. ¡A partir de mañana, me dedicaré a otra cosa!» Los viejos, sorprendidos, quizá le hayan preguntado: «¡Qué estás diciendo, muchacho! ¡Te has vuelto loco!» «No. No me he vuelto loco. El caso es que ¡Dios me ha llamado a ser su profeta!» «¿Y los bueyes?» «No. Los bueyes no. Ellos seguirán con el trabajo que han tenido hasta ahora». Los padres tienen que haberlo mirado y haber pensado: «¡Y a este ¿qué bicho lo habrá picado?» (Uso la palabra bicho en forma deliberada aunque sé que en algún lugar puede ser una palabra incómoda, pero es que no podemos limitar nuestro léxico porque a alguien por ahí se le ocurrió darle una connotación incómoda, que no la tiene en el resto del mundo. ¿No les parece, amigos míos?)

Pero, volviendo a Mike, y a propósito de los bueyes de Amós, creo que nunca fuimos yunta aunque sí hemos sido peones llamados a labrar el mismo campo, dirigidos por el mismo patrón y con la vista puesta en la misma cosecha. Mientras él echaba la semilla, a lo mejor yo me encontraba haciendo mandados para el patrón. O mientras él regresaba a casa por la tarde sudoroso pero contento de las faenas del día, yo volvía del pueblo con las provisiones para la peonada.

Quizás el tiempo que más convivimos juntos fue por allá por 1971, cuando la Misión Latinoamericana transformó sus estructuras. Lo recuerdo por aquellos años caminando por las calles de San José con un paso largo, firme y una sonrisa en los labios.A diferencia de otros, a él nunca lo vi enojado o molesto por algo. Más bien tenía el don de tranquilizar las aguas cuando éstas se ponían turbulentas. Iba y venía siempre acompañado de su esposa o de algunos de sus colegas, anglos o latinos. Tenía y, por supuesto todavía tiene, una risa franca y a todo dar. Cuando se trataba de celebrar una broma o un buen chiste, no se inhibía. Lo disfrutaba a cien.

Cuando cumplió sus ochenta años le escribí una notita en la que, entre otras cosas, le digo: «Aprendí mucho de tu fidelidad al Señor. De la ecuanimidad con que hay que enfrentar los problemas. De que, por sobre toda circunstancia, el llamado de Dios sigue teniendo prioridad en nuestras vidas». Y él, en su respuesta, me dice: «Gracias a Dios por nuestra amistad a través de los años. ¡El Señor te bendiga con la valiosa Asociación de Escritores! ¡Adelante, amigo!»

Mike ama los libros y aunque no fue muy prolífico en publicar, sé que ha sido un lector avarientoso y un estudiante pertinaz. Por eso sus palabras acerca de nuestra Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos. Estoy seguro que él, como muchos otros, confía en que a la mediana o a la larga se verán frutos concisos y macizos del trabajo que hemos venido realizando desde hace ya casi diez años para darle un golpe de timón relevante a la historia del libro cristiano en idioma español. Ya se vislumbran los primeros atisbos, pero todavía falta mucho en materia de consolidación y en penetrar las capas siempre cautelosas de las casas publicadoras en español. En este último sentido, creemos que vamos conquistando, pulgada a pulgada, un terreno valioso a través de exponer con valentía y seriedad nuestro trabajo y a sostener la mirada de quien sea como una forma de responder por la calidad de lo que Dios nos está permitiendo producir.

Mike, después de un largo y fructífero servicio en el campo, ejerció por más de diez años la Presidencia de la Misión Latinoamericana en una época especialmente difícil. Sobrevivieron él y la Misión lo que habla de un buen trabajo. Hoy, en su retiro de Penney Farms, Forida, lee, estudia, escribe y, cada vez que la ocasión se le presenta, baja hasta Miami para compartir con sus viejos y nuevos amigos. ¡Ah! Y ora por los que seguimos en el frente de batalla. ¡La oración! Ya dedicaremos otro artículo a la oración.
Él, como muchos de los que fueron compañeros de lucha y que ya han partido, ha sido un digno candidato al «bien, buen siervo y fiel» al que todos los obreros fieles aspiramos.
 

 


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