¡Hubiera hecho muy feliz a mi padre! ¡Y esto lo dijo un hombre que ya llega a los 63 años!
Riley ha sido toda una leyenda en el mundo de los deportes de este país. Fue jugador de la NBA durante 10 años y como entrenador, ha guiado a sus equipos a ganar cinco títulos nacionales, el último de los cuales fue el de los
Heat, de la ciudad de Miami. Podría decirse que en su campo, Riley es toda una personalidad. Un superclase. Alguien fuera de lo común y que piensa en grande. De ahí que cuando dijo que el ser exaltado al Salón de la Fama habría hecho muy feliz a su padre, pensé: «¡Vaya! ¡A veces se nos olvida que estos super hombres son también humanos, y piensan y sienten como nosotros los mortales comunes y corrientes!»
Cuando leí la nota periodística aparecida en Deportes de El Nuevo Herald el sábado 16 de febrero, pensé en mi propio padre. Debo aclarar, sin embargo, que no necesito que alguien como Riley diga lo que dijo para que piense en mi padre. Pienso continuamente en él. Sí, continuamente. Y también creo que se habría sentido muy feliz de haber podido sentarse a platicar con su hijo en el año 2008 en las playas de El Coco, en Guanacaste o en uno de los tantos parques públicos que tiene Miami. Pero mi padre falleció a los 73 años, precisamente en marzo de 1973 cuando no alcanzábamos a completar tres años de nuestra salida de Chile y arribo a la República de Costa Rica nuestra segunda patria (la primera es Chile, por razones obvias: allí nacimos, nos criamos, nacieron nuestros hijos y dimos consistencia a nuestra familia. La segunda es Costa Rica, donde han nacido varios de nuestros nietos y viven tres de nuestros cuatro hijos. Y la tercera es los Estados Unidos donde ya llevamos viviendo casi veinte años.)
¡Cuántas veces me he encontrado en la vida pensando lo que pensó Pat Riley: Hacer feliz a papá.
Cuando pienso en mi padre lamento no haber tenido más tiempos íntimos con él. Tuvimos unos pocos, pero a través de esos pocos y, claro, del diario convivir, aprendí a conocerlo lo suficiente como para guardar de él el mejor de los recuerdos. Fue un hombre sin dobleces, incapaz de hacerle mal a nadie (característica que por gracia de Dios heredaron nuestros cuatro hijos y esperamos que siga la tradición con nuestros nietos), sencillo en su quehacer cotidiano. Esforzado y trabajador. Desde el lunes en la mañana hasta el sábado por la tarde. Amigo de sus amigos y paciente con los que no lo eran. Lo recuerdo dueño de una longanimidad que a mí muchas veces parece agotárseme. De pocas palabras, era fiel en cumplir con sus compromisos con su iglesia y con sus clientes. Dentro de la modestia que caracterizaba su vivir, su casa siempre estuvo dispuesta para recibir a los siervos de Dios que nos visitaban. Él y mi madre disfrutaban con pasión el compartir lo poco que tenían con sus hermanos, tratárase de nacionales o extranjeros.
Mi padre no fue quien me heredó el don de escribir. Porque él escribía muy poco. Las cartas que con regularidad nos llegaban, si bien contenían el pensamiento de ambos, eran escritas siempre por la mano de mi madre. Fue ella quien me dejó este tesoro. El tesoro de escribir.
Me temo que mi padre nunca logró entender cabalmente lo que le había ocurrido a su hijo cuando fue invitado a salir de Chile para radicarse en Costa Rica. Como digo líneas más arriba, no alcanzaron a transcurrir tres años de esto cuando enfermó y murió.
¡Hacer feliz a papá! Parece ser una idea muy clara para algunos y muy difusa para otros. Sobre todo en el día presente, cuando parece imponerse el criterio de que cada quien busca su propia felicidad. Un día de estos, Mario Cardona, miembro de ALEC-Miami, y que pronto dará su gran paso en público como escritor con su primera novela
El guardián de las delicias, me llamó por teléfono. Quería excusarse por no poder asistir a la reunión del 28 de febrero (2008). ¿La razón? Él y su esposa saldrían por esos días en un crucero a México, regalo de sus hijos por cumplir su madre 50 años de edad. Les deseé muchas felicidades y me dije: «Dichosos, Mario y Sonia». A veces, hacer feliz a los padres puede costar dinero, mucho o poco; otras veces se puede lograr lo mismo sin que se tenga que echar mano a siquiera un centavo.
¡Hacer feliz a papá, cuán barato puede resultar con una palabra amable, una llamada telefónica, una visita de vez en cuando! Se requiere un poco más de buena voluntad y un poco menos de egoísmo. Llegará el día cuando el padre ya no esté y entonces, muchos hijos lamentarán no haber hecho algo para darle un poco de felicidad. Pero entonces, ya no se podrá hacer otra cosa sino decir como dijo Pat Riley y como yo mismo he dicho muchas veces: «Esto, o aquello, sin duda que habría hecho muy feliz a mi padre».
El ejemplo más elocuente de querer hacer feliz al padre nos lo dio el propio Jesús, quien mientras estuvo entre los hombres aquello parecía ser su máxima preocupación. Aunque quizás nunca lo dijo con estas palabras, hay infinidad de evidencias en los Evangelios que nos revelan ese deseo de su corazón. Primero, se mantuvo siempre en comunicación con él. Segundo, siempre buscó hacer lo que el Padre esperaba de Él. Tercero, siempre sujetó sus perspectivas y sus ímpetus a los de su Padre. Cuarto, terminó su vida diciéndole con aquel «Consumado es», «Hice lo que me enviaste a hacer. Ya puedo regresar a casa». ¡Y Dios el Padre se sintió feliz!
Nosotros también tenemos al mismo Padre que tuvo Jesús. Y, como el Señor, la vida nos ofrece múltiples ocasiones para hacerlo feliz. La conciencia de cada uno se encargará de decirnos cuándo y cómo podemos alegrarle el corazón. Dios, nuestro Padre, es una Persona de una gran sensibilidad. Y tiene una forma muy peculiar de expresar su contentamiento con aquellos que le dan motivos para sentirse feliz. Esta forma, que de alguna manera tratamos de practicar también nosotros, los padres humanos, es que cuando se siente contento, da. Y da con alegría y con abundancia. Bendiciones, respuesta a nuestras peticiones, salud y todo aquello que puede hacernos más grata la vida.
¡Alegrémosle el corazón a nuestro padre/Padre!
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