Y Jesús, con su muerte, se constituyó en el puente a través del cual aquel paseo del Huerto interrumpido por la desobediencia, continuara. Con los ojos de la imaginación podemos recrear esas caminatas de amor que Dios inauguró en forma tan hermosa al comienzo de la historia del hombre. Y con estos mismos ojos podemos ver a miles y millones que se pasean «al aire del día» platicando con Dios y cultivando una amistad que habrá de prolongarse por los siglos de los siglos.
Cuando escribo estas líneas, en los Estados Unidos y otros países del mundo occidental se está celebrando el
Saint Valentine Day o, Día del amor y de la amistad.
No obstante que, por aquí a lo menos, el énfasis en esta celebración intenta ponerlo el comercio a través de vender cosas para que cada hombre y cada mujer agasaje con regalos a su ser querido, los que le rehuímos a este prurito de decir con dinero lo que debe decirse con el corazón intentamos ver más allá. Y nos detenemos en la imagen de Cristo clavado en la cruz. Y frente al Salvador, procuramos trasportarnos a lo que Él sentía por nosotros en esos momentos angustiosos. (El amor siempre estará matizado por sentimientos de dolor; de un corazón que produce ondas melodiosas de dicha surgen al mismo tiempo ayes de angustia que, al entremezclarse unos y otros, dan origen al sentir más aproximado al de Dios el Padre.)
Hablando a sus discípulos, Jesús les dio la medida última del amor: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos». La verdadera amistad entre dos personas debe llevarles al punto de dar su vida por el otro, si las circunstancias se lo pidieren.
Rebeca Brown (nombre ficticio) escribió hace ya unos años un libro que aún se puede encontrar en las librerías
: Él vino a dar libertad a los cautivos. Sí, también se puede encontrar en la Internet. (Donde no lo pude encontrar fue en mi biblioteca. Parece que alguien me lo pidió prestado, cumpliéndose una vez más aquel refrán popular que dice que el que presta un libro es un necio, y el que lo devuelve es doblemente necio.)
Controversial por su contenido, revela en sus páginas algunas de las más crudas batallas espirituales que ser humano alguno puede librar. En alguna de sus páginas describe la forma en que alguien, por amor hacia su prójimo, puede ofrecer su vida para salvar la de éste. Y fundamenta su argumentación en lo que dice
Ezequiel 22:30, versículo que plantea en forma tajante e ineludible el procedimiento.
«Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé».
«La casa de Israel», dice Dios al profeta,
«se me ha convertido en escoria... por tanto, como quien junta plata y bronce y hierro y plomo y estaño en medio del horno... así os juntaré y os fundiré» (
vv. 17-22). Pero luego, cambian las imágenes y el texto sigue diciendo: «Hijo de hombre, di a ella: Tú no eres tierra limpia... Hay conjuración de sus profetas... como león rugiente arrebatan presa; devoraron almas, tomaron haciendas y honra, multiplicaron sus viudas en medio de ella.
«Sus sacerdotes violaron mi ley, y contaminaron mis santuarios; entre lo santo y lo profano no hicieron diferencia, ni distinguieron entre inmundo y limpio... sus príncipes... son como lobos que arrebatan presa, derramando sangre, para destruir las almas, para obtener ganancias injustas...» (
vv. 23 al 28).
Como decíamos, la alegría del amor siempre parece estar balanceada por la pena de la decepción. Y nada mejor para ilustrar este aserto que imaginarse el estado del corazón de Dios reflejado en este pasaje (solo citamos a Ezequiel pero podríamos citar a muchos otros profetas que dicen lo mismo, o algo peor.)
En medio de este panorama terrible, Dios decide destruir la tierra pero antes busca a alguien que esté dispuesto a dar un paso al frente, ponerse entre su ira y la tierra y sus habitantes y pedir que el castigo caiga sobre él. Y no halló a nadie dispuesto a hacer esto.
Es fácil decirle a alguien: «Soy tu amigo». Pero cuando las circunstancias demandan la expresión última de ese amor: dar la vida por la persona a la que se dice que se ama, ya eso es otra cosa.
El libro de Rebeca Brown lo tradujimos mi colega y mentor editorial Juan Rojas y yo. Por allá por 1988-89. Recuerdo vagamente mucho de lo que se dice en él. Pero lo que sí recuerdo con toda nítidez es esta fórmula que define la expresión más sublime del amor de una persona por otra.
Conozco a un padre que, en sus sesentitantos, viendo a su hijo amenazado de muerte por una enfermedad que no tiene cura, fue a visitar a Dios y le dijo: «Padre, te quiero pedir algo. Tengo a mi hijo en peligro de muerte. Él todavía es joven. Está empezando a formar una familia. Tiene todavía una vida por delante. Yo, en cambio, estoy en las postrimerías de mi existencia. Lo que tenía que hacer, ya lo hice. Bien o mal. O más mal que bien, pero ya lo hice. Por favor, atiende a este ruego. Pasa su enfermedad a mi cuerpo y libéralo de ella a él. Yo, con la ayuda de la mujer que me diste por esposa, sabré cuidarme lo necesario para terminar mis días en paz contigo y con mi prójimo, sea este amigo o enemigo. ¡Hazme este favor! He decidido ponerme en la brecha para que la muerte no lo alcance a él sino a mí!» El hijo ha recuperado la salud y su padre no ha dado muestras de haber desarrollado la enfermedad. Parece que la respuesta de Dios fue más allá de lo que este hombre esperaba. Su hijo nunca lo supo. Por eso no dejaba de extrañarse cuando en el último chequeo médico aparecía sano.
«Ninguno tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos».
Si quieres comentar o