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Volodia Teitelboim, el escritor que se nos fue

Un día de estos intenté un convivio literario con mis nietos. Ingenuamente, pensé una estrategia que resultó un fracaso. «Voy a comenzar», me dije, «contándoles la historia de Blancanieves y los siete enanitos para terminar con un resumen de El último de los mohicanos, de James Fenmore Cooper». ¡Qué va! Apenas iba por el segundo enano cuando una expresión de aburrimiento en el rostro de mi audiencia me dijo que estaba disparando con balas de salva. Y, claro. No funcionó.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 09 DE FEBRERO DE 2008 23:00 h

Suspendí el encuentro y los solté para que buscaran su propia forma de esparcimiento. Iván se fue directo a la televisión para seguir luchando con sus transformers en tanto que Gabriela tomó por asalto mi computadora y se puso a chatear con sus amiguitas. Para poder soportar los ruidos de las peleas fantásticas de los socios de Iván tuvimos que rogarle que bajara un poco el volumen y cerrara la puerta del cuarto. Y a Gabriela, si no le pongo un límite de tiempo esta es la hora que todavía estaría esperando disponer de «mi machete» para seguir trabajando.

¡Qué diferente la infancia de los niños de hoy con la de nosotros, los muchachos de ayer!

Acaba de fallecer en Santiago de Chile Volodia Teitelboim Volosky, escritor excepcional, Premio Nacional de Literatura 2002 y ganador de otros galardones literarios.

Descubrí a Volodia el escritor hace unos años, casi por casualidad. Siempre lo había tenido por un político consecuente, aguerrido, inquebrantable y con un verbo exquisito y arrollador. Cuando los militares tomaron el poder en 1973 y empezaron a tirarle a la gente balas de verdad como quien les tira a los patitos en una feria de entretenimiento, hubo algunos que no cayeron a causa de las balas. Pero muchos de estos tuvieron que salir al exilio. Volodia Teitelboim entre ellos. Mientras en mi patria imperaba el toque de queda y estaba en pleno vigor la veda noticiosa, se lo escuchaba cada noche por Radio Moscú dando noticias que no se propalaban por ningún otro medio.

Un día, de paso por Santiago e incursionando por una librería céntrica, encontré algo de él. Antes del Olvido. Un muchacho del siglo XX. No parecía un libro sobre política. Lo compré, lo leí y quedé sorprendido. Había descubierto a Volodia, el escritor.
Leyendo Un muchacho del siglo XX se me hizo claro su talento como narrador. Con trazos sencillos, frases cortas y directas y una belleza límpida y multicolor, contaba lo que había sido su niñez y adolescencia en Chile y sus primeros encuentros con cierta literatura que después de sesenta o más años sigue siendo añorada por quienes la disfrutamos.

Curiosamente, muchas de sus correrías por los rincones de Chillán, la ciudad donde vino al mundo en el año 1916, son muy parecidas a las mías, que tuvieron lugar en los viejos «arenales» de Concepción. Y sus ansias apenas controladas por la llegada del próximo El Peneca eran mis propias ansias.

Vivíamos, mis padres y sus tres hijos varones, en uno de los extremos de la ciudad. De allí hacia el noroeste no había sino arenales. Se decía en aquellos tiempos que en algún pasado lejano, todo eso había sido mar. Y que por alguna razón misteriosa que nunca alcanzamos a comprender, las aguas se habían recogido unos 30 kilómetros al norte a lo que hoy es Penco (de ahí el nombre penquista a los oriundos de Concepción), dejando esa zona desierta, convertida en lo que digo, inmensos arenales deshabitados. Hoy hay allí una prolongación activa, dinámica y numerosa de la vieja ciudad penquista.

A una cuadra de casa estaba la laguna Las Tres Pascualas. Debía su nombre a la leyenda que decía que en sus aguas se habían ahogado tres hermanas del mismo nombre: Pascuala. Las tres Pascualas seguían viviendo en el fondo de la laguna, asomándose muy de vez en cuando a la superficie solo por las noches para que nadie las viera. Y que en luna llena se las oía cantar melodías tristes de amor y despedidas. En la laguna y en los arenales vivíamos las más asombrosas aventuras de niños. Durante las vacaciones de verano apenas alcanzábamos a tomar el desayuno que mamá preparaba con tanto esmero y salíamos a quemar energías, a romper zapatos y a rajar pantalones, pescando carpas de colores, recogiendo zarzamora que en grandes canastos llevábamos cada tarde a casa para que mamá la transformara en sabrosa mermelada, jugando fútbol con una pelota de trapo y elevando volantines hasta pasadas las diez de la noche. (En el verano en Chile, a las diez recién está empezando a oscurecer.) Cuando volvíamos a casa, nos esperaba una tina llena de agua, una gran barra de jabón y una mamá dispuesta a quitarnos toda la tierra que habíamos acumulado a lo largo del día. Debíamos irnos a la cama frescos y con olor a limpio.

¡Qué diferentes aquellas infancias con las actuales, donde los niños se pasan horas enteras encerrados en un cuarto con las extremidades inmóviles y los ojos fijos en una pantalla!

Aquellas cosas, matices más matices menos, las cuenta Volodia Teitelboim en Un muchacho del siglo XX. Los Tom Sawyer chilenos también sabíamos hacer nuestras propias hazañas corriendo, subiéndonos a los árboles, nadando desnudos en las dos o tres lagunas que había en los arenales, comiendo pan a la carrera, haciendo casitas de cicuta hasta donde alguna vez llegarían trotamundos para contarnos historias del desierto, de la cordillera y del mar. De cielos lejanos y tierras ignotas.

El Peneca, la revista de los niños de Chile fue, quizás, el primer vehículo que nos introdujo en el mundo de la literatura. A Concepción llegaba los martes. Nosotros lo esperábamos desde el lunes por la mañana, moviéndonos impacientes como leones enjaulados. Cuando teníamos nuestro ejemplar en las manos, lo acariciábamos con fruición, olíamos la tinta todavía fresca de sus páginas y nos instalábamos a leer los nuevos y apasionantes capítulos de las historias por entrega que semana a semana nos mantenían en suspenso alimentando nuestra fantasía que por esos entonces era insaciable.
Él a su manera y yo a la mía, ambos nos encontramos, un día cualquiera, disfrutando de las historias bíblicas. Tanto en su caso como en el mío, nuestro interés en la Biblia no se quedó en las historias de Jonás, de Sansón, de David y Goliat ni en el viaje de cuarenta años del pueblo de Israel por el desierto. Respecto de las Escrituras, él tomó su rumbo y yo tomé el mío.

Las numerosas citas que Teitelboim hace de la Biblia en sus libros dan fe del impacto que esta tuvo en su vida. Y a propósito, siempre hemos creído en la veracidad de aquella sentencia divina según la cual «mi palabra», dice Dios, «no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié» (Isaías 55.11). Creemos, por tanto, como muy posible, que en la vida de Volodia Teitelboim haya tenido una influencia tal que no sería raro que nos lo encontráramos en el seno del padre Abraham cuando nos toque partir a nosotros como le tocó hacerlo a él el 31 de enero recién pasado.
 

 


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