Isla

Puede parecer poco tiempo, pero para mí es bastante más de lo que deseo disponer.

Durante estos tres días, cuando se detenga por unas horas junto al faro donado por la Reina Victoria el barco que se encarga del relevo de los científicos y marineros, únicos habitantes de esta isla, ninguno de los cuales habla ni pizca de inglés, no me queda más que aprender a resignarme, aprender a esperar, observar el horizonte, hacer inventario de mi escaso equipaje una y otra vez, desgranar desvelos en estas páginas, hacer surcos despistados en la arena, entre los dos castillos ya edificados (con sus indispensables habitaciones de invitados y mazmorras), y otros intentos de entretenimiento, entre ellos la idea (ahora descabellada, no antes) de fabricarme una primitiva (e inútil, teniendo el mar al lado) piscina en la que sumergirme y tostarme al sol, como los cangrejos, esos animales cuyos pasos ya voy imitando, a un nivel de consciencia que se va elaborando poco a poco, con paciencia, como los castillos de arena que todos llamamos alguna vez sabiduría, y con la que los adultos juegan en las orillas de islas de nombres parecidos a los de este conjunto que conforma el arrecife, Isla Pájaros, Isla Chica, Isla Desterrada, Isla Desertora (Muerte, Oeste, Desaparecida), todas ellas pequeñas balsas en el océano, pequeñas tierras que agradezco no haber conocido con semejantes títulos, pienso al contemplar a los adultos de Pérez jugando al fútbol bajo la tarde trigueña, con una pelota amarilla entre sus pies desnudos como los de los esclavos, con el agua plateada por encima de la cintura, amparados por una pequeña embarcación de toldo azul intenso, los tobillos embalsamados con coral, deciden salir fuera del agua, y me invitan a jugar con ellos un partido, y el atardecer sigue palpitando, y yo no entiendo lo que dicen, pero me llaman “amarillo”, al señalarme la camiseta, de ese mismo color, y a la vez el faro se va despabilando, mientras su estómago se enciende, y bosteza hacia el golfo, al contrario que las demás criaturas, a punto de irse a dormir, por debajo de nuestras voces coreando cada gol en cada portería improvisada, fuera de toda barrera lingüística, cultural, social, o por encima de las razones de cada uno para estar en esta isla, y respiramos ajenos a la avioneta abandonada, que sólo ha sido capaz de traerme aquí, y ella me promete que se esforzará y logrará acercarme a Cuba, en cuanto las bujías nuevas vuelvan con el reemplazo, aún lejos allí donde apunta el regalo de la Reina Victoria hace noventa años, algo que ya no me importa, pues descubro que en una circunstancia inesperada puedo volver a ser niño, que lo que no está bajo mi alcance no es necesariamente incómodo, y yo agradezco finalmente, de verdad, haber aterrizado por fuerza aquí, y disponer de tiempo suficiente para pensar, escribir, y hablar con personas con otro lenguaje, como este de pasar un buen rato, así de sencillo, y yo me siento feliz como pez en el agua.