El ser humano actual ya no cree solamente en palabras. Exige hechos. Si queremos llegar a él y conseguir que nos escuche, ya no basta con la teoría, hemos de recurrir a la práctica y desarrollar una sociología cristiana.
Lo cierto es que, la sociología y la teología, nunca se han llevado demasiado bien. La sociología secular ha partido siempre de enfoques racionalistas y evolucionistas, muy hostiles al cristianismo, afirmando que la religión no es más que la secuela de las etapa más primitiva de la raza humana, en las que el hombre tuvo que inventar a Dios para poder explicar los fenómenos de la naturaleza y que, por tanto, ha sido siempre un elemento de freno y de retraso en el progreso del hombre. Sabemos que esto no es cierto. Pero sí es cierto que el cristianismo ha fallado estrepitosamente en sus enfoques sociológicos.
Un sector de la Iglesia, básicamente la Iglesia católica, pero también algunas iglesias protestantes oficiales, olvidando el principio bíblico de separación Iglesia-Estado, pactaron con los reinos de este mundo y han venido practicando con el poder civil todo tipo de formas de concubinato, que han puesto en entredicho, ante la sociedad, los principios fundamentales del cristianismo de igualdad y de justicia.
En reacción a esto, el otro sector, el que podríamos considerar como más evangélico, se ha situado en el otro extremo y se ha conformado con una mentalidad de ghetto, centrándose exclusivamente en las necesidades espirituales –sin duda las más importantes– pero olvidando que el hombre es un ser integral y soslayando otros aspectos bíblicos importantes, como es la responsabilidad social de la Iglesia en el mundo.
Pues bien,
ninguna de las dos posturas es correcta. Es importante y necesario que la Iglesia recupere la iniciativa en este campo y desarrolle para el siglo XXI una teología de la sociedad, o dicho de otro modo, una sociología cristiana.
Esta sociología debe cubrir dos áreas importantes: la colectiva y la individual. Esto es, la acción social y la consejería cristiana.
Por un lado, están los problemas colectivos. La iglesia no puede permanecer impasible, frente a las grandes plagas sociológicas que aquejan a nuestra sociedad como son la pobreza, la injusticia, la marginación y la corrupción.
Por otro lado están los problemas personales. La pérdida de los valores morales y la epidemia de desequilibrios psicofísicos que como consecuencia afectan hoy al ser humano de la globalización. La depresión, la droga, el sexo libre, el suicidio, etc.
Si queremos que el hombre vea en nosotros algo más que palabras, hemos de aportar respuestas prácticas a sus necesidades. Hemos de potenciar la labor social y la consejería cristiana. Y cabe decir, con tristeza que el panorama que presentamos en estos dos aspectos fundamentales de la praxis de nuestro mensaje, no es muy alentador.
La obra social en ocasiones se pasa muy por alto y hemos de reconocer, con humildad, que en este particular la Iglesia católica nos va muy por delante. Habría que recapacitar y reconsiderar nuestra postura, recordando que atender las necesidades materiales, no tan solo es parte de nuestra misión como cristianos, sino también un requisito previo esencial para llegar con nuestro mensaje a ciertos estratos sociales. Es muy difícil predicar el Evangelio a un estómago vacío. El Evangelio es también para los pobres y es misión de la Iglesia atender sus necesidades espirituales y materiales.
Con la consejería, sucede todo lo contrario que con la obra social. La practicamos. Pero a veces con tal desconocimiento, y tan mal, que si no lo hiciéramos, en muchas ocasiones sería mejor. Porque dar consejos en un área tan frágil y susceptible como son las reacciones emocionales del ser humano, requiere unos conocimientos teóricos y prácticos muy profundos. De lo contrario, fácilmente podemos caer en la aberración de producir, involuntariamente, con nuestro consejo, más daño del que intentábamos remediar y causar mayores problemas que aquellos que tratábamos de solucionar. Desde luego, no basta con un mero encuadre psicológico racionalista para erradicar las secuelas, por ejemplo, de un pasado ocultista. La psicología, sin Dios, es una ciencia vana. Pero tampoco conquistaremos el mundo con exorcismos estériles para quitar el demonio de un dolor de muelas que debería ser tratado por un dentista. La auténtica pastoral cristiana es una integración coherente entre Biblia y medicina, en la que las Escrituras, la Palabra de Dios y la exégesis bíblica, pasen a ser la norma y el control de calidad, el límite para la aplicación, tanto de las teorías psicológicas como de la liberación espiritual.
En el idioma griego existen dos palabras para definir el bien: la palabra “agazos”, con la que se designa la bondad escueta de alguna cosa y la palabra “kalós”, que se refiere a algo que no tan sólo es bueno, sino que además, es también hermoso, atractivo o elegante. Si queremos que los hombres y mujeres de hoy acepten el Evangelio, hemos de tener muy presente que no basta con que nuestro mensaje sea “agazos”, ha de ser también, “kalós”. Bueno y, a la vez, atrayente.
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