Por un lado pienso que he de volver, y por otra parte me esfuerzo en no perder de vista la promesa hecha a Manuel de entregar el sobre que cubre mi corazón entre dividido y expectante por el resto de mi viaje. No sé qué música debería acompañar a un momento así… mientras, me sacudo el polvo de las manos y de mis pantalones pidiendo un cambio a gritos.
Trato de desprenderme la soledad, ese poeta cruel que acompaña a los viajeros errantes deseosos de pertenecer a ninguna parte… a la vez, sé que esa soledad es necesaria en estos tiempos. Miro las huellas del por ahora último camino de tierra del país. Son leves señales dejadas atrás. Puede que cuando esté volando a Cuba ya hayan sido borradas y por lo tanto su función de señal desaparezca con el viento o la lluvia. Pero ahora son importantes para mí… al menos por un rato incierto que no me pertenece. Ya vivo en un sueño.
Aún su recuerdo es una huella profunda que creo se desvanecerá también. La he visto alejarse hasta ser tragada por el horizonte, hasta que el tiempo ha dejado de ser tiempo, hasta contemplarme mirando al cielo y Dios diciéndome, y no sé cómo así lo he sentido: “déjala ir, no te preocupes, ya sabrás por qué…” Me repito por decimocuarta vez en un minuto que volveré a verla, porque me lo ha dicho ella sonriendo, y yo no estoy convencido del todo… así que debe ser cierto, como lo es la mirada triste mostrada estos días, la cual la ha notado hasta el hombre que me conduce hasta el aeropuerto. Sin conocerme de nada, me ha visto y ha dicho: todo se solucionará…
Uno no puede alejarse de un sitio sin dejar un trozo de sí mismo atrás. Me parece poco unas huellas en el terreno, a pesar de lo que representan. Las huellas en mi vida son parecidas a las de los excursionistas que anidan por aquí, extraviados por indicaciones conscientemente equivocadas de algún tendero abandonado a su puesto de fruta fresca.
Mis huellas hablan de mí, igual que las de cada uno: de los perdidos, de los ocultados tras los programas concurso de la televisión; de los necesitados de un lugar donde reposar sus cabezas, de los trabajadores mansos en los murales cavernosos de Diego Rivera, de los que llevan a los viajeros al aeropuerto, de los que acompañan a quienes van a morir… es como aquella historia de los judíos antes de entrar en la Tierra Prometida: miraban atrás, y para no olvidar el camino, y todo lo sucedido en los últimos cuarenta años, Dios les dice que cojan doce piedras y hagan un monumento con ellas, justo en el momento de mayor dificultad, de mayor peso sobre unos hombros demasiado doloridos (
Josué 4: 1-7)
Una vez lejos Eilena, dejo un ramo de doce alcatraces junto a la carretera, antes de subirme al coche destartalado que me lleva a la avioneta. El decimotercero se lo lleva ella, y espero que lo conserve. Los otros doce son el pago para mi transporte a la pista de tierra: el conductor se los regalará a su mujer, según me cuenta él mismo.
Esta es la señal que ha quedado de mi paso por Méjico, sin contar el dinero enterrado bajo la construcción maya… pero esto no cuenta como señal. El resto, sólo huellas. Deseo que duren un poco más de la cuenta. De todo corazón.
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