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Por la `Golden Wedding Avenue´

Mi amigo Tommy ya se desconectó. Él, que se vanagloriaba de tener una salud de hierro y no haber sufrido jamás ni un vulgar resfriado, cayó víctima del horrible alzheimer. Y, como todos sabemos, su mal no tiene vuelta. Ahí anda ahora, sacándole la lengua a su mujer, anunciando que en cualquier momento le va a apretar el cuello y hablando otras incoherencias en su lengua materna, el inglés. Curiosamente, el español, que siempre lo habló a la perfección, se le ha ido al fondo del inconsciente. Y y
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 19 DE ENERO DE 2008 23:00 h

Solo Eliseo, con la ayuda de Dios y de un palo podría obrar el milagro. ¡Pobre, mi amigo y hermano Tommy! ¡Cuánta pena me da verte así! Hasta las arias de las grandes óperas, que te gustaba ofrecernos en pequeños sorbitos cada vez que nos veíamos, te han abandonado. Por dicha, el Señor te tiene tomado de la mano de modo que no te perderás cuando te toque partir de este mundo. ¡Él sabe cómo y a dónde guiarte, así es que, tranquilo, mi hermano, que allá nos encontraremos un día de estos!

Ayer, tomando desayuno con mis nietitos de 9 y 11 años que nos visitan desde Costa Rica, me pareció advertir que la mano derecha, con la que sostenía la humeante taza de café, temblaba más de la cuenta. Me la quedé mirando un rato largo mientras los dos pares de ojos de los niños me preguntaban ¿qué pasa, abuelito? ¿por qué se mira la mano de esa manera? Aproveché para darles una pequeña lección de Parkinson. Algo sabían ya de modo que no tuvieron dificultad para seguir mi explicación. ¿Conclusión de aquel breve test a mi extremidad superior? ¡Parece que no, pero quién sabe! ¡No estés tan seguro, mi querido Escribidor!

Afirman los expertos que el alzheimer se presenta con mayor frecuencia en quienes bajan el ritmo de trabajo del cerebro. Si esta afirmación es verdadera, creo que la mala noticia en cuanto a mí no va a venir por ahí. Esta madrugada, sin ir más lejos, con un ojo semi cerrado y el otro también, me equivoqué al mirar el reloj luminoso de la mesita de noche. En lugar de las 3:45 que eran, vi las 4:45 que no eran. Así es que procedí a tirarme abajo de la cama, no obstante que me había acostado después de la 1. Cuando me di cuenta de mi error, quise volver a dormirme pero ya mi cabeza estaba girando a cien por hora de modo que me fui a mi ordenador y me puse a trabajar.

¿Por dónde llegará la mala noticia? ¿Será de mal agüero tocar este tema al cual casi todo el mundo le huye? Para mí, incrédulo acerca de estas cosas, es tan de mala suerte como pasar por debajo de las escaleras, lo que siempre he hecho como para reírme de las jettaturas italianas y de las maldiciones gitanas. O de seguir avanzando cuando se te cruza un gato negro por el camino.

Cuando escribo esto me viene a la memoria el cuento aquel de dos amigos que platican en la calle. Uno: «¿Supiste que se murió Manuel?» Dos: «¡No! ¿Y de qué murió?» Uno: «De muerte natural». Dos: «¿De muerte natural?» Uno: «Sí. ¡Lo atropelló un camión!» Dos: «¿Lo atropelló un camión? ¡Pero esa no es muerte natural!» Uno: «¡Sí que lo es! ¿O no crees que lo más natural es que alguien atropellado por un camión se muera?»

Mi esposa y yo nos encontramos, desde el domingo 13 de este mes de enero y hasta el viernes 18, transitando por la poco concurrida Golden Wedding Avenue o Avenida de las Bodas de Oro. Cuando la observo (a mi esposa, no a la Golden Wedding Avenue), y me gusta hacerlo cuando está dormida porque entonces puedo admirarla sin que me despida con cajas destempladas como lo hace cuando está despierta. Cuando la observo, digo, la encuentro tan hermosa como cuando la conocí, hace de esto casi cincuenta y dos años. Y no dejo de preguntarme cómo fue que se atrevió a unir su vida a un pelao como yo. Vienen a mi mente los segundos cuando la vi por primera vez. Curiosamente este encuentro tuvo lugar en medio de libros. Los libros han sido mis cómplices, mis amigos, mis consejeros, mis compañeros del camino. ¡Y bien que lo hemos pasado! Fue, como digo, en una librería cristiana en el centro de Temuco donde Dios escogió ponerla en mi ruta. Vestía (ella, no Dios) una falda negra, una blusa blanca y una abundante y bien cuidada cabellera de un negro intenso le caía dócil y sedosa sobre los hombros. Esa primera imagen nunca se borró de mi mente. Y como espero que el alzheimer no me escoja a mí en lo que me queda de vida, nunca se borrará. El flechazo de Cupido dio en el mero centro del circulito rojo. A partir de ese momento me las ingenié para volverla a ver, lo que ocurrió a los pocos días. Ella, más que prendada, parecía impresionada de ver como de mi quijada semiabierta corría un hilillo de baba que no paraba. Seguro que se compadeció de mí y, por pura compasión, terminó acompañándome al altar. Y para que no dijera nada la gente, dio el sí cuando el reverendo Rodolfo Gatica Ortiz, querido ministro del Evangelio que hace rato está disfrutando de las mansiones celestiales, le hizo la pregunta de rigor.

Como ocurre con frecuencia cuando se hacen planes a largo plazo, nosotros proyectábamos por lo menos hacer un viaje a la Luna. O, en su defecto, a Israel, a Moscú y San Petersburgo, a las estepas del Asia Central (mi gran sueño aunque de seguro que mi caramitad no me acompañaría ni a la esquina), a Alaska, a Isla de Pascua, a Hialeah o a Pichirropulli. Pero, como digo, llegada la fecha, no se hace nada de nada. Y así nos ha ocurrido a nosotros. Nada de nada. Sin embargo, no nos quejamos. ¡Oh! Entre los planes estaba volver a Temuco, buscar al oficial civil que nos casó y celebrar con él los cincuenta años. Lamentablemente, cuando en uno de nuestros últimos viajes a la tierra de donde salimos hace casi 38 años lo buscamos para decirle que se preparara para la gran fiesta porque estábamos dispuestos incluso a matar el becerro gordo, nos encontramos con la mala noticia que ya no estaba. Se había ido para siempre antes de llegar nosotros a por él.

Los años no han pasado en balde. Hoy día estamos cincuenta años más trajinados que cuando nos encontramos y decidimos hacer juntos el resto del camino. Nunca planeamos abandonar nuestra tierra; es más, allá vivíamos felices. Mi esposa enseñando a leer, a hablar español y a multiplicar, sumar, restar y dividir a sus pequeños alumnos mapuches y yo, corriendo tras la noticia y tratando de dignificar el periodismo chileno. Sin embargo, Dios tenía otros planes. (Cuando hace algunos años le comenté a un buen amigo no saber a ciencia cierta para qué Dios me había sacado de mi tierra, me respondió, descarnadamente ¿y cómo sabes que fue Dios? Aunque no acusé el golpe, esa pregunta me hizo tambalear. Yo, «canutito»(*) ingenuo, que siempre había creído que es Dios quien mueve a su gente de aquí pa´ llá y de allá pa´ cá, de pronto me encontraba enfrentado a la posibilidad de que no hubiese sido Dios sino Pedro, Juan o Jacinto el culpable de nuestra salida de Chile. Y me dolió porque de haber tenido conciencia que quienes estaban en el negocio de trasplantarnos eran ellos y no Dios, jamás habría subido a la motonave italiana que nos trajo desde Valparaíso a Colón, Panamá. Pasados unos años desde aquella pregunta lapidaria (de lapidar, o sea, matar a pedradas), Dios mismo se encargó de mostrarme para qué me había sacado de Chile y traído al trópico. (**) Y aunque no estoy seguro que se lo haya mostrado igualmente a mi amigo, por lo menos en cuanto a mí, no me quedan dudas de quien fue el gracioso.

En relación con el aniversario de bodas al que he dedicado este artículo –con perdón del puñado de lectores habituales que mi lado optimista dice que tengo–, pensaba un día de estos que parece no tener mayor mérito encontrarse en plena actividad laboral a estas alturas de la vida. Estamos viviendo otra época. Si bien cincuenta años atrás llegar a los sesenta y cinco era toda una hazaña, hoy aun se es joven a los setentitantos. Por eso es que no nos atribuimos mérito alguno por estar aún activos. Casi todo el mundo lo está. Y esperamos estarlo hasta el segundo mismo en que Dios diga: «¡Hasta aquí no más llegamos, mi viejo!» Y entonces sí que nos bajaremos del bote aunque estemos en medio de la laguna.

¿Planes para el futuro? Una tarjeta que recibimos nos deseaba (el que nos la envió, no la tarjeta) que los próximos cincuenta fueran mejores que los primeros. Mi esposa, que a veces no es nada de lenta para reaccionar, dijo: «Seguro que serán mejores, porque una buena parte de ellos los pasaremos en la presencia del Señor».

Y a propósito de presencia del Señor, se me ocurrió que al comienzo de un nuevo año, y al inicio de los segundos cincuenta, sería bueno pedir un deseo. O tres. Y fíjense lo que se me ocurrió pedir a mí. No pedí salud, porque la tengo y la tendré por no sé cuánto tiempo más. No pedí dinero porque si me fue tan esquivo hasta ahora, no dejará de serlo ahora que lo pido. Tampoco pedí éxito en el trabajo de ALEC porque, como ya lo dije en un artículo anterior, éxito es un concepto con el cual no congeniamos. De modo que lo que pedí fue: «Señor, quiero sentir más intensamente mi amor por ti». Porque el amor por mi esposa, y el amor por mis amigos e incluso por mis enemigos, anda bastante bien. Pero quisiera sentir un enamoramiento hacia mi Señor. Creo que ese sentimiento me haría transitar corriendo los pocos o muchos tramos que me quedan de esta maratón.

Mientras tanto, permítanme finalizar con una canción que resume, de alguna manera, todo lo que ha sido mi diálogo amoroso con la mujer que Dios me dio como compañera, mi amada Cirita. Gracias a Pablo Milanés y a la joven que lo acompaña, cuyo nombre por ahora se me escapa.
Amame como soy
Tómame sin temor
Bájame con amor
Que voy a perder la calma
Bésame sin rencor
Trátame con dulzor
Mírame por favor
Que quiero llegar a tu alma.
Amar es un laberinto
Que nunca había conocido
Desde que yo di contigo
Quiero romper ese mito
Quiero salir de tu mano
Venciendo todos los ritos
Quiero gritar que te amo
Y que todos oigan mi grito.
Lo bello es lo que ha nacido
Del más puro sentimiento
Lo bello lo llevo dentro
Lo bello nace contigo.
Yo quiero sientas conmigo
Tan bello como yo siento
Compara esos sentimientos
Y hacer más bello el camino
Juntar esos sentimientos
Y hacer más bello el camino.



(*) Canuto. Sobrenombre que en Chile se da a los evangélicos. Se originó en el apellido (Canut de Von) de un connotado predicador del siglo pasado, que recorría las calles de Santiago gritando su fe y las bondades salvíficas del Evangelio de Cristo. Canuto tiene una connotación mixta: de burla y de humor simpático. Yo compagino con la segunda.
(**) Desde que salimos de Chile en 1970 no hemos vuelto a vivir otro invierno. En la tropical Costa Rica, donde permanecimos por 18 años y en Miami, donde ya vamos a cumplir 20, se disfruta de una eterna primavera.

 

 


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